Dicen que el caballo de Atila se llamaba Othar. Othar cabalga de nuevo sobre la tierra. Tierra en la que nuestros antepasados celtas nacieron, amaron y sobrevivieron aislados del enemigo que venía de Roma. Levantaron sus castros cerca del mar y fundieron los metales, aleándolos para fabricar sus armas. Con el oro labraron torques y adornos preciosos para premiar a sus amores. Ellas cuidaban del futuro mientras ellos partían a la descubierta de nuevos horizontes bajo los que defender sus vidas. Nos legaron su historia, su luz y su paisaje, del mismo modo que a nosotros nos gusta legarlos para que los hijos de nuestros hijos conserven los muros tras los que habitamos y los cementerios en los que yaceremos. Pero el nuevo Atila no entiende de historia ni de amores. No conoce el color de la leyenda ni el respeto por el origen de nuestra sangre. El moderno Atila atiende al color del dinero y respeta el poder de los especuladores sin pensar en sentimientos. Espolea su caballo y le obliga a pasar una y otra vez sobre la tierra que un día fue santa para los nuestros. En ningún otro país de nuestro entorno, y también me refiero a los países españoles, permitirían que los vestigios celtas de Taramancos desaparecieran de la noche a la mañana aplastados por la fuerza y la potencia de la maquinaria moderna, caballos mecánicos sin conciencia guiados a la destrucción por estos Atila de corbata y traje Armani que, desde asépticos despachos, liberan como eructos órdenes de destrucción masiva. Atila defendía el hambre de su pueblo. Estos defienden sus percebes, sus lujos y sus vanidades. ¡Qué desastre!