Las miles de personas que en su día lloraron con la película La vida es bella, al ver cómo un padre intentaba que su hijo viese como un juego la estancia en un campo de concentración, deberían conocer la historia de la pobrense Rosana Pérez y su niño Iván. Esta mujer, con ese mismo amor que derrochaba Roberto Benigni en la ficción, lograba ayer que, en la procesión de As Mortaxas, en la que su hijo de cinco años era uno de los resucitados, es decir, de las personas que portan o en su caso van al lado de ataúdes para agradecer un favor al Divino Nazareno, no se asustase con las decenas de flashes que le apuntaban o con las preguntas que le hacían a su mamá. Ella, con voz paciente, daba por buenas las teorías del crío, le abrazaba y le dejaba acurrucarse en sus piernas: «Como le pusimos el hábito blanco pensó que era de mago, y al ver la caja, claro, también pensó que sería su caja de mago. Yo no le dije que no, porque así está más tranquilo... ahora al verse aquí, con tanta gente que le hace fotos ya no sé si seguirá creyéndolo», decía la mujer.
Iván, como suele pasar con los ofrecidos, estuvo muy, muy malito. Y se curó. Su madre prometió que llevaría un ataúd. Y ayer cumplió con el santo. También vestirá de morado todo el año.
Ayer, en pocos metros, se concentraban otras historias tan conmovedoras como las de Iván. Como la de Manuel, que vestía de morado y desde su silla de ruedas acompañaba el ataúd que por él llevaban sus familiares. Tuvo un accidente de moto, «estuve casi muerto» -recordaba- y lucha por volver a la vida que le robó la carretera.