La vida está en los pequeños momentos

BARBANZA

16 jul 2016 . Actualizado a las 12:37 h.

Reza uno de los últimos anuncios de la Primitiva que «No tenemos sueños baratos», eslogan que viene acompañado de imágenes de yates, mansiones y coches descapotables. Es el enésimo de este tipo, otro más para bombardearnos con el mensaje de que la felicidad se esconde en los asientos de cuero de un Ferrari, entre los ladrillos de un chalé pegado a la playa y en la tumbona de un complejo hotelero de cinco estrellas.

Recuerdo la charla que nos dio un directivo de primer nivel del mundo de la comunicación durante mi etapa universitaria. Nos puntualizó que el éxito de audiencia de programas como ¿Quién vive ahí? (donde unos reporteros visitan casas de millonarios cámara al hombro) nace en que el formato logra que el público siga soñando con un salto de calidad de vida que seguramente nunca conseguirá. Para redondear la tarde nos presentó una propuesta piloto de una de sus revistas. A todos los presentes se nos paró la vista en una bañera de oro, horrenda, que costaba algo más de 20.000 euros. Levanté la mano y le pregunté que quién se la iba a comprar. Me contestó con una sonrisa: «Nadie, pero lo importante es que piensen que algún día podrían hacerlo».

Para redundar en la importancia del dinero está esa mítica frase atribuida a Woody Allen que dice: «El dinero no da la felicidad, pero crea una sensación tan parecida que solo un auténtico especialista podría reconocer la diferencia». No se escapa demasiado de la realidad, pero estoy seguro que ni él mismo se la cree al 100%. Sobre todo cuando ha demostrado que prefiere seguir acompañando con su clarinete a la The Eddy Davis New Orleans Jazz Band que hacer gala de su fortuna.

Hace poco me mencionaron el itinerario que realizará, mochila al hombro, un grupo de amigos que visitarán Polonia, Alemania y Bélgica. Me vino a la mente un viaje por el norte de Italia que hice hace un lustro. Viajamos en tren nocturno desde Roma hasta Venecia, el más barato que encontramos, y al subir al vagón me sentí en el camarote de los hermanos Marx. Recuerdo vivamente a un chino inmenso que iba cargado de cajas y que roncó a mí lado durante las seis horas de viaje.

Llegamos a la ciudad de los canales al amanecer y decidimos darnos un paseo antes de dejar las mochilas en el hostal. Más tarde supimos del tugurio que habíamos contratado. Salimos de la estación completamente perdidos, nos fuimos colando por las callejuelas y caminamos mientras el sol se ponía lentamente ante nosotros. Dimos varios giros y al último acabamos en la piazza San Marco, prácticamente solos. Nos quedamos de piedra, estupefactos con la belleza que nos encontramos. Allí entendimos que la vida está en saborear esos pequeños momentos.