Al otro lado de la frontera

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

11 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

MATALOBOS

Está escrito. «Hay lugares donde coinciden la ley del silencio y el silencio de la ley». El Roto atornilló cada una de esas palabras en un paredón contra el que una mujer, con sus manos atadas tras la espalda, espera ser ejecutada por la ardiente frialdad de un pistoletazo. El dibujo es desalentador y el trazo negro que el autor utiliza siempre en sus ilustraciones, hierve como un hierro candente en la fragua del dolor eterno. Gotas de lluvia negra que cada semana, cada mes, cada año, emborronan las hojas de los calendarios que cuelgan en las cocinas, en la que, para su reina, el macho ha establecido un trono con sucursal en el dormitorio. El dolor es lancinante, una aguja de cristal líquido que traspasa limpiamente el hígado y sale a la luz triunfante y cegadora, a través de la piel que un día fue el deseo de agua fresca que habría de calmar la sed eterna del desamor.

Ciertamente hay lugares, demasiados lugares, en los que coinciden la ley del silencio y el silencio de la ley. Los titulares de prensa que anuncian uno tras otro los asesinatos de mujeres, las torturas, la angustia engalanada de pánico y las vejaciones que precedieron a la muerte descarnada del árbol de la vida, pasan como pasan las horas, y su propia cotidianidad acostumbra los ojos del alma a la tragedia ajena. Con precisión de cirujano, los bustos parlantes de los telediarios anuncian que una mujer, previamente empapada en gasolina, ha muerto quemada en un barrio de Soria o que otra ha aparecido ahogada en la orilla miserable del río del pueblo con su bebé apuñalado entre los brazos. La noticia siguiente, tal vez un gol decisivo o el crecimiento del PIB, arruina la histeria y la historia y ante el dolor, como clamaba el poeta Miguel Hernández, uno va «del corazón a sus asuntos» abandonando los alaridos del alma que reclaman su parte de ternura abortada por el barrizal de blasfemias en el que nos refocilamos.

A este lado de la frontera, el dolor ajeno pasa como pasan los desfiles dejando atrás un aroma a amenaza y a pólvora futura. Nos recluimos en el silencio como monjes de clausura y cultivamos nuestro trigo regándolo, cuando la calor lo pide, con la sangre fresca de los abandonados a su suerte. Cuando pienso en estas cosas, en este derramamiento cruel de la fuente de la vida, en esta tala inicua ordenada por un leñador sacrílego, recuerdo una carta que fue hallada en la mesilla de noche de una mujer aparecida en su cama con los pechos segados y el vientre abierto por dos golpes de hoz. Fechada seis años antes, en la carta podía leerse: «Cuando declina el sol. Y también la luna. Cuando declina el sur y los astros todos con la desorientación última, te echo de menos amor mío y comprendo enteros, verdaderos e incendiados los versos que tu amas: ‘Yo no tengo más luz que tu cuerpo ante el mío’». Y también: «Una mujer desnuda y en lo oscuro, tiene una claridad que nos alumbra». El juez se estremeció mientras cubrían el cadáver con una sábana. Cerrando el expediente, su señoría se dijo que eso solo podía ocurrir al otro lado de la frontera del yo. Allí donde se cruzan los caminos y se encuentran la ley del silencio y el silencio de la ley. Donde el péndulo señala la isla del bien y el mal.