El autor habla de su relación con la cantante
08 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Xena y yo conocimos a Cecilia promocionando nuestros primeros discos en el año 1971. Ella grababa en CBS y nosotros en RCA. En aquellos días navegábamos en el espectral océano de Madrid, de puerto en puerto, es decir de emisora en emisora, con nuestras canciones bajo el brazo y, como pedigüeños de guitarra y poncho, esperábamos a la puerta de los grandes musiqueros de la época: Joaquín Luqui, Benedicto y hasta el padronés Pepe Domingo Castaño que entonces conducía en Radio Centro un musical llamado Discoparada y hoy se ha reconvertido en animador de programas deportivos.
Durante aquellas esperas nerviosas, compartimos con Cecilia alguna conversación apurada, alguna intimidad y alguna frustración. La última vez que la vimos fue en una fiesta organizada por el productor musical Rafael Pérez Botija a la que asistimos de la mano del gran Micky (El hombre de la armónica). Nosotros nos quedamos por el camino, hundidos en las trincheras de aquel campo de batalla en el que, salvo excepciones, solamente sobrevivían los mejores.
Seguimos siempre con atención la carrera de Cecilia porque sabíamos que era una de esas mujeres que nacen con una estrella en la frente. Lo demostró bien pronto. Su música, y sobre todo sus letras, calaron enseguida en aquella España desarrapada que maldiciendo su historia salía del plomizo escenario franquista que, aún hoy, amenaza con abrirse de nuevo a poco que tiren del telón los malhadados zombis que vagan por las alcantarillas de nuestras vidas.
Así fue que una mañana sí y otra también, Cecilia nos fue dejando en el balcón, entre las macetas de geranios, canciones y letras, meditaciones sobre aquella España setentera que acomodada en un barquito de papel de estraza, se dirigía imparable a la catarata más hermosa, rebelde y salvaje: La democracia.
Cecilia, sujetando el timón de aquel sueño, cantaba como el pirata de Espronceda su canción. Sobre las olas de aquella mar que en realidad era un río sin retorno, volaron entonces garzas multicolores como, Dama, dama, Mi gata Luna, Si no fuera porque... hasta que floreció milagrosamente amanecido en aquella oscuridad, Un ramito de violetas.
Cecilia tenía el poder de escrutar el interior de los cuerpos y de traspasar los cortinones que las almas tienden para proteger sus secretos. Cuando escribió Dama, dama enseguida percibí que no solo describía a un tipo de mujer, no. Hablaba de los seres humanos de cualquier sexo que, no hacemos otra cosa que darnos a la calumnia, a la hipocresía y sobre todo a la frivolidad. Y el tanto tienes, tanto vales, esa conducta ciertamente vergonzante practicada ayer y hoy con la frialdad de un asesino en serie. Y la soberbia. No hay más que leer estos versos: «Y si no fuera por miedo/ sería la novia en la boda/ el niño en el bautizo/ el muerto en el entierro/ con tal de dejar su sello».
Cecilia se nos fue una noche de agosto de 1976. Aún no habíamos votado para ser libres, pero ella ya sabía que España no era más que una «Dama, Dama de alta cuna, de baja cama».
En estos días en los que los corruptos nos dan lecciones de democracia, habiendo jurado en falso la Constitución con su latrocinio, se hace patente la hipocresía que denunciaba Cecilia. La echamos de menos.