Agradable y grisácea mañana de sábado. Es 11 de noviembre, festividad del santo Sanmartiño, el patrono de tu aldea: el tiempo ido regresa en color sepia, gastado en el limo de tus recuerdos. Conoces desde que eras niño al astuto hombre que mantiene viva esta antigua tradición. Tras escalar la empinada cuesta de Vista Alegre, te plantas todavía jadeando a la puerta de la capilla que guarda la diminuta imagen del santiño.
Los fieles llenan el pequeño templo y una parte del atrio. Hay gaiteros y foguetes. Incluso un puesto de venta de rosquillas y melindres. Cuando acaba la misa, pasas revista con la vista: salvo unos cuantos, todos son como tú o mayores. Todos venían cuando acompañabas a tus padres y hermanos. Y todos tenemos otro dato en común: llevamos el ADN de hijos de marineros y campesinos o labradores. Además de las poses, las ropas y los cortes de pelo, las manos, aunque ahora más finas y pulidas, nos delatan: son de palmas anchas con dedos gruesos, son manos aún orgullosas de haber trabajado duramente la tierra y el mar.
Vista desde un alto cercano, la pequeña ermita parece un insecto momificado rodeado de hierba recién cortada. Piensas: en otras partes, los sistemas de adoración están en bancarrota, pero los santuarios siguen erguidos. Aquí, en esta menguada comunidad (antes con menos casas éramos muchos más), en cambio, aún subsiste la devoción. Hay destellos de luz blanca en la mañana, que se posa como una mariposa sobre los prados, mientras la fuente mana lentamente bajo los pies del santuario, en cuyos márgenes opera una legión de espectros, espíritus que rezan oraciones con lírica fantasmal.
Con todos los sentidos abiertos al arco de lo visible, inicias el camino de vuelta. Ya es mediodía: si hay luz, también hay sombra. La marea se arrastra sobre la mallante. Hay campos desnudos y otros todavía vestidos con maíz seco. Cerca del lindero del pinar, un caballo joven brinca y trota alrededor de la estaca a la que está sujeto. Por entre la apertura selvática de un vallado ves una manada de reses que dormita en silencio esperando la hora del almuerzo.
Con sus alucinantes paletas de ocres, marrones, castaños, amarillos y granates, los viñedos, en contraste con la amarillenta viveza de los vimbios, semejan lienzos puestos a secar sobre la sábana verde de la hierba.
Como de costumbre andas en las nubes. Solo el mugido del buey solitario amarrado en una finca te arranca de tu ensoñación. Aún hay fruta en los huertos: los manzanos están cargados, tienen tantas manzanas que algunas ramas se han roto con el peso. Una bandada de cuervos juega con el viento. Un poco más adelante, dos miñatos están cazando. Y mientras camino me doy cuenta de que voy escribiendo: todo fluye y todo me sale al encuentro para interpelarme, para atravesarme. La vaca que yace sobre el prado al lado de su cría: ¿quién eres?, ¿a dónde vas? y ¿por qué me miras? ¿Y tú, qué haces tumbada? ¿Por qué me apuntas con esos cuernos tan afilados?