La fábula, llamémosla así, que nutre una de las vetas fundamentales de nuestra historia, para bien o para mal, arranca en Galilea, oscura provincia de la periferia de Israel. Allí, una buena moza casada con un anónimo ebanista recibe el anuncio de que va a concebir un niño al que habrá de llamar Jesús. Conviene en este punto pensar en el coraje de María para llevar con entereza un «sospechoso» embarazo en la aldea agrícola de Nazareth. Pero también en la serenidad y paciencia de José, un simple y silencioso carpintero, para aceptar casi sin rechistar la vergüenza que pende sobre su familia.
Religosa o histórica, nuestra fábula relata que el matrimonio tuvo que bajar a la capital del reino para empadronarse. Entonces María rompió aguas y dio a luz en un pesebre de Belén, ciudad milenaria, fulgor del sol, cuna del nacimiento de El Niño. Esa misma tarde, un coro celestial comunica la buena noticia a unos pastores que guardan sus rebaños en las afueras, entonando el canto: «Gloria a Dios en las alturas y paz entre los hombres de buena voluntad». Al mismo tiempo, tres reyes de Oriente, siguiendo la estela de una estrella, emprenden peregrinaje para rendir culto al recién nacido en un humilde alpendre.
Este es otro de los escándalos fabulados: ¿Cómo es posible que Dios permita que su hijo venga a este mundo para convertirse en una más de sus amadas criaturas y lo haga nacer en un alboio, rodeado de animales? Después los celos y temores de Herodes causan la matanza de todos los inocentes menores de dos años. Y la huida de María, José y El Niño hacia Egipto, donde permanecerán hasta que amaine la tormenta.
Todos conocemos estos detalles del relato. Pero, ¿qué pasa con Jesús desde ese instante hasta que cumple 30 años? ¿Y después de su pérdida en el templo y su visita al desierto en compañía del diablo? Parece evidente que su infancia, adolescencia y mocedad transcurre en Nazareth. ¿Qué nos impide pensar que participó en los juegos con los otros niños de la aldea? ¿Qué nos impide imaginar que incluso tuvo novia y ha tenido relaciones sexuales? Seguro que trabajó con su padre en la carpintería y que propinó más de un disgusto a una madre que lleva en silencio el duro y cruel destino reservado para su hijo. Nada nos impide aventurar que fue uno más entre los habitantes de la pequeña comunidad agrícola.
Cuando cumple 30, Jesús se sube al escenario público.
La primera salida es al río Jordán, donde Juan lo bautiza. Siente cómo el espíritu desciende sobre él, y en ese instante deviene otro, se transmuta. Luego comienza su misión de prédicas, milagros, curaciones, misión que arranca en Galilea y termina tres años después con su ejecución, entierro y resurrección, tras pasar por su agónica plegaria en el huerto de Getsemaní.
Este es el resumen de una fábula que narra un acontecimiento, un acontecimiento que inaugura el reino de la gracia y el amor sobre la cólera y la furia, y que, por tanto, parte en dos la historia. Desde ahí en adelante comienza la era del cristianismo (tal vez sea mejor decir civilización y religión judeocristiana), que, mal que les pese a unos y otros, llega hasta nuestros días. Eso sí, su mensaje ha sido sepultado bajo la luminosidad y fascinación que ha generado el fetichismo de la mercancía. Puede que se haya cumplido aquello de «gloria a Dios en las alturas», pero la otra parte del estribillo ha sido traicionada sistemáticamente desde hace 2017 años. Aunque la idea del niño se haya difuminado entre tanta abundancia, la Navidad retorna para exhortarnos a la amabilidad y la alegría, para convocarnos a ser honestos con nuestros semejantes. Pero además, para recordarnos que debemos afrontar el desastre y la derrota, y resurgir de nuestras propias cenizas. Feliz Navidad.