Escarchada madrugada de sábado. Mujer, ¿has escuchado ese chillido femenino insistente y desgarrado que ha sajado la seda de la oscuridad? Mira, ¿no has oído las voces, cómo han abierto las ventanas y levantado las persianas? ¿No has sentido a alguien pidiendo «calma, calma...» y luego cómo arrancó un coche, seguido del ladrido de un perro, y de otro más lejano? Mucho después vino la luz de la aurora. Tras levantarnos, camino del mercado de frutos frescos del campo, recordé aquel agónico y aterrador alarido. Y mientras hablabas con la flaca muchacha que vende huevos y grelos, el grito me pareció similar al que emiten las criaturas que arden en el infierno. ¿Qué vio y sintió aquella mujer angustiada? Y tú, ¿no percibiste el vasto silencio que cubrió la calle tras el eco del último ladrido?
Mujer, atiende. Dicen que las madrugadas exhiben una clase de belleza solo perceptible para la mirada de los mouchos. Pero aquella muchacha no debió contemplar tal belleza, sino el horror, no el horror reservado a las criaturas condenadas al fuego eterno, este no, sino algo peor: el destinado para las que padecen la falta de eternidad. Querida, ¿sabes que hay hombres que han perdido su alma, mejor su ausencia de alma, apostando en los casinos que ni siquiera visitan los peores monstruos de las tinieblas? Ni el diablo quiere tratos con ellos. Prefiere jugar a la ruleta: llama a cobro revertido y marca un número al azar para ver si alguna alma cándida cae en sus redes. Antes que este intolerable espanto, miña nena, mejor alistarse en los cursos de la quimioterapia, o empadronarse en los suburbios donde los chalados apagan cigarrillos en la boca húmeda del alba, mientras sus colegas toman sus dosis de metadona sentados en un banco.
¿Ves? Dos días después, lo que parecía pesadilla devino realidad. Mas en esta ocasión, como casi siempre por azar, el persistente chillido lo oyeron dos ángeles custodios. La hiena carroñera escapó. Las tinieblas temblaron de soledad y arrojaron murciélagos de miedo sobre la figura femenina, ahora encriptada en un silencio tan impenetrable como la noche en la montaña. Mira. Los días respiran rabia, ira y cólera. No auguran nada bueno. Han sonado campanas de muerte. ¿Las has oído? Ya agonizaba el año cuando izaron la más pesada bandera del dolor. ¡Observa! Los árboles se estremecen de miedo. Los perros han enmudecido. Las gaviotas se han refugiado entre los escombros. Avergonzados, los pájaros gimen entre los cañaverales. Y el viento sopla sombrío...
Descendía la luz por la vieja escalera hacia el caldero de la mañana y todo lo visible se ocultó bajo el murmullo de la lluvia cuando llegó la hiena conduciendo la comitiva hasta el escenario de su crimen sin nombre. Escucha, mujer. Siempre (o casi) se acaban adivinando los caminos de los asesinos. Pero ver a una criatura en el umbral de la vida rebelarse contra la fatalidad de un destino no labrado, encarar con coraje la más terrible muerte, eso, amor mío, eso debe ser indescriptible.
Temblorosa agua oscura la esperaba al fondo del cilindro de la muerte. Caen dos lágrimas furtivas de tus ojos, meu amor. Pero así es. Allí la arrojó esa alimaña que calma, no su sed, sino su falta de sed con sangre salada. Como si se tratase de un guijarro que ha ido puliendo el agua durante 16 meses, allí desnuda la tiró. ¡Señor!, ¿dime?: ¿puede ser éste, uno de los nuestros? Ahora que lo han despojado de todas sus costras, ya ni siquiera lo aprecia el vientre que lo parió. Sí. ¡Púdrete, bestia inmunda!