Días tristes y fríos en febrero

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

30 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Febrero es el mes más corto. Y también el de las efímeras flores amarillas de las mimosas. Tiene días luminosos, pues la luz recorta tiempo a la oscuridad. Pero tiene otros fríos, tristes y lúgubres. Viene a tu memoria un 11 de febrero de 1963. Tenías 14 años. Corría el peor y más frío invierno de Londres desde el año 1813.

Los trenes y camiones estaban paralizados, las centrales eléctricas habían dejado de funcionar, los electricistas estaban en huelga, las tuberías se helaban y solo era posible bañarse en agua caliente en casas de calefacción central. En aquellos tiempos, en la capital inglesa los fontaneros eran más caros que el salmón ahumado y el caviar. El gas fallaba casi constantemente, como el sistema nervioso de la mayoría de la gente, especialmente de los más débiles y necesitados.

Entonces, Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963) ya estaba muy mal. Su soledad en aquel momento era semejante a la que había sentido con la muerte de su padre. Aunque ya había sufrido en sus carnes los efectos de la psiquiatría norteamericana, había accedido al tratamiento de un psicoterapeuta. Mas cuando este llegó a su residencia del barrio de Primrose, donde ya había habitado en los buenos tiempos de su estancia en Inglaterra, llevaba dos días muerta.

Aquella noche, tras pedirle unos sellos al vecino que vivía abajo, subió a su piso. Sobre las seis de la mañana se levantó y dejó pan con mantequilla y leche en el cuarto de sus dos hijos. Cerró la puerta y la ventana de la cocina, sellando bien las rendijas con toallas, abrió el horno, metió la cabeza y giró la espita del gas. El olor era espantoso cuando la hallaron caída de bruces al mediodía de aquel funesto 11 de febrero.

En el último mes completo de su vida, Sylvia había coronado el grupo final de poemas de Ariel -así también era el nombre de su caballo preferido cuando había vivido en Devon con su marido, el asimismo poeta Ted Hughes-, poemas que tienen una cosa en común: habían sido escritos sobre las cuatro de la madrugada. Dicen algunos que su suicidio había sido un intento (fallido) de salir del desesperado callejón sin salida en que la había situado su propia poesía.

Según un crítico literario que estuvo cenando con ella la última noche, su cabellera exhalaba un olor ocre, como de un animal. Hacía poco tiempo que se había publicado su última novela La campana de cristal, aunque no llevaba su nombre sino el de Victoria Lucas. La escritora Mary Ellman dice que se trata de una novela de poeta: «Casi un fichero de estrofas, cada episodio breve, frágil, como en una cápsula».

La rubia americana decidió marcharse del inhóspito mundo después de mirar de frente a ese misterio mortal que pone en acción los cuerpos. En la helada mañana en que se fue, una nota de un rotativo londinense informaba de que un hombre anónimo había encontrado en una casa vacía del elegante barrio de Hampstead un papel escrito con esta curiosa nota: «¿Por qué suicidarse? ¿Por qué no?».