Cuando éramos jóvenes nos gustaba viajar de noche por carreteras secundarias, sobre todo cuando nos desplazábamos entre la región norte de Portugal y el sur de Galicia. Una vez, después de haber atravesado la sinuosa y hermosa comarca de Tras os Montes, llegamos a la frontera cuando ya la noche cubría todo el asfalto de la vía. Era el mes de noviembre. Lloviznaba y hacía un frío que cortaba la piel de la cara. Cerca de la Raia, nos detuvimos en un pueblo de la provincia de Ourense. Teníamos hambre y sed. Nos metimos dentro de la primera taberna-bar de comidas con la que nos tropezamos.
Antes de sentarnos en una mesa esquinada, junto a una ventana con cortinas de cuadros como un mantel, escuchamos el ronco susurro del vapor de la cafetera. Nos reanimó el olor a café con chicoria que se respiraba en el modesto establecimiento. Una vez acomodados en nuestra mesa, el panorama era totalmente nativo: dos paisanos hablaban y bebían sentados en sendos taburetes acodados a la barra. En la otra esquina, cuatro hombres jóvenes fumaban y jugaban a las cartas en una mesa redonda como la nuestra. De repente, cuando miramos hacia el fondo, desde la penumbra, sin que pudiéramos adivinar su rostro, sobre el que descendía la cetrina luz de una lámpara, nos percatamos de que alguien nos observaba con unos ojos afilados como sendos cuchillos, ojos de un prosaico hipopótamo que se dirigían especialmente sobre nuestras compañeras: tal vez echaba de menos la lujuria de su ya perdida juventud.
Un instante más tarde, se incorporó y avanzó hacia nosotros como si cruzara la encalmada de un río en la sabana africana. Cuando estuvo delante de nosotros, nos preguntó qué deseábamos tomar. Tomó nota del pedido sin apuntarlo en ningún papel. Relató parte del encargo al chaval que estaba detrás de la barra y se perdió tras las cortinillas de la cocina. Mientras se alejaba de nuestra mesa, una de las voces del coro que habita en mi cabeza rezaba: envidiables son los que siempre caminan por la senda de la luz y la verdad, los que nunca se han perdido en ninguna encrucijada. Aunque tal firmeza parece más bien propia de criaturas que nunca han sentido miedo a morir, eso que incluso experimenta el solitario junco a la vera de un río, que se estremece ante el misterio de su condición mortal, de su caducidad.
Entonces, alguien abrió la puerta y entró en la taberna. Por la rendija se coló una ráfaga de gélido aire, acompasado del traqueteo rítmico de un tren, una especie de arrullo que amarteló el tiempo. Bajé de la nube cuando el prosaico hipopótamo local se allegó con la comida a nuestra mesa. Entonces, segregamos saliva como el perro de Pavlov.