Ribeira es todo lo que sucede entre «cómo me encantan Narcos y Fariña» y «¡qué horror, cuánto yonkie hay por esta calle!». Es una verdad bien mentida, a caballo entre el mensaje de tu ex en una madrugada de Dorna y aquel poema en el que te volcaste tanto que no saliste ileso. Es la joven e inoportuna erección en el encerado del insti, el lento blues que canta la Curota y el olor a mar sin tabique nasal. Es una sirena que unos días suena y otros nada. Es comprar una bici y creerse Induráin, escribir en una columna y creerse García Márquez. Es aquella chica de la que estabas enamorado en el colegio y que ahora está casada con un imbécil.
Ribeira es Newark y Castiñeiras. Es el ala delta en los tenis de Ana Peleteiro, echar de menos el silbido de Román, llamar a Telepizza la noche de domingo y saber que no hay nadie que haya repartido tantas hostias como don Cesáreo. Es el quiosquito de Mari Carmen, la Sanyg, bocatas del Refugio, Tótem, la acera del Cúpula donde amanece cuando fracasas.
Ribeira es la blanca navaja de la noche; luna de desamparos con un corazón dentro y, más adentro, un niño y una niña que juegan a la rayuela.
Ribeira es el océano que al trasluz de las arrugas de un anciano marinero proyecta enormes ternuras; las manos cuarteadas por el salitre que, tras vencer a las mareas, sostienen a un recién nacido. Lo bello y lo triste. Donde el poeta, cuando se pasa con «a caña de herbas da casa», murmura: «¿Qué es Ribeira?, dices mientras clavas en mi pupila tu edificio caja de ahorros azul. ¿Qué es Ribeira? ¿Y tú me lo preguntas? Ribeira… eres tú».