Consumimos tiempos extraños, plagados de contradicciones; con días en los que incluso es difícil contener la náusea. Se buscan culpables de lo que sea como pretexto para eludir responsabilidades individuales, una buena e inútil forma de liberarse de la carga de lo que se puede hacer (y no se hace) para que esto cambie.
Ahora que cada uno tiene a mano un megáfono para hacerse oír, resulta que las inmundicias se han multiplicado por mil, camufladas en aires de una extraña libertad que exige al otro lo que uno no asume. Y la peste alcanza a todos los órdenes, desde la política, a la religión, al deporte. El conmigo o contra mi se generaliza, y los mesías brotan como el moho en la fruta podrida. Lo curioso es que estas actitudes alcanzan a personas y organizaciones que abogaban por un tiempo nuevo, otro talante. ¡Qué decepción!
Uno tiene la sensación de que cambiaron los individuos, pero empeoraron los métodos, aunque la llamada vieja guardia tenía la disculpa del limitado acceso a la formación, un argumento de más peso intelectual que la crispación inherente a la crisis, o a la presión de los recortes, ¿acaso nuestros padres lo tuvieron más fácil? Hubo etapas mucho peores, pero en ellas, los oprimidos actuaban unidos y con la sensación de que el miedo no era sino la antesala de una añorada libertad que acabaría llegando. Ahora, huele a más de lo mismo malo; no hay miedo, sino ambición de poder, y se arroja basura sobre la historia tratando de borrar la memoria de quienes pelearon entusiasmados por alcanzar una nueva sociedad más tolerante y democrática.
Quizás pretendan resetear cerebros para que nadie recuerde que sí, que hubo tiempos pasados, no cualquiera, muchísimo mejores, tiempos en los que el respeto era la primera norma de convivencia, en los que siendo agnóstico se admiraba el esfuerzo de quienes dedicaban tiempo libre a su religión; en los que, siendo de un determinado signo político, se reconocía la labor del contrario; o cuando las lecciones llegaban de quienes pensaban de forma distinta, en una muestra de generosidad hoy inexistente.
Pero todo pivota en lo mismo, la falta de respeto, y uno no acierta a comprender cuando y donde se arrojaron los principios a la basura para deambular por una tensa convivencia que no nos lleva a ningún lado. Puede que, en realidad, hayamos caído en la trampa de aquellos a los que interesa el caos social que no reconoce la valía del contrario, ignorando que la vara con la que miden serán medidos.
Se necesita una revolución que debe empezar por la base, por uno mismo, recuperando el respeto a los demás como punto de partida, para que regrese la ilusión por cambiar un mundo que no hace más que transmitir negativismo, violencia y crueldad.