Accidente tras un funeral

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

03 abr 2018 . Actualizado a las 05:05 h.

Noviembre de 1977 se arrancó con un contundente directo en la boca del estómago. En aquel tiempo, aún vivías en Santiago. La desconsoladora nueva llegó hasta tu piso como un zumbido seco en la húmeda primera mañana del mes: Santi, un joven amigo y vecino, había muerto. Estaba cumpliendo el servicio militar en el Arsenal de La Carraca, en San Fernando (Cádiz). En aquel infernal y desolador erial militar habías pasado más de un año. Tú sobreviviste a aquellos largos días y noches de plomo. Pero allí sucumbió tu amigo a causa de un aneurisma cerebral mientras dormía en uno de aquellos mortecinos e insalubres sollados, donde habías padecido incontables e inconfesables pesadillas.

Acompañado de otros amigos comunes y estudiantes, te desplazaste hasta tu pueblo natal para asistir al funeral y al entierro del cadáver del fallecido. Desconsolados y abrumados aún por el irreparable suceso, emprendisteis el regreso a Compostela. Viajabais en un seiscientos que conducía Eduardo, un compañero universitario de Vigo. Era la primera vez que transitaba por la estrecha y sinuosa carretera. Comenzaron a llorar las nubes durante la travesía de Vilariño. El alquitrán del asfalto se convirtió en una pista de patinaje. En la bajada de Beluso, antes de entrar en el angosto puente, el conductor pisó el freno, el automóvil patinó, perdió el control y... el seiscientos se precipitó al vacío. Quedó encallado como un barco quilla arriba entre las rocas que adornaban la orilla del río.

Milagrosamente, todos salisteis casi indemnes del percance. Pero unos más -el peor de todos, Arturo, el mayor de tus sobrinos- y otros menos, todos quedasteis marcados. Un taxi os trasladó al viejo hospital general de Santiago, situado en Carretas, cerca del barrio de Vista Alegre. Desde entonces, como dice el pensador norteamericano Andrea Dwarkin, nunca has conseguido mantener una buena relación con los denominados «invulnerables». Es decir: con los que nunca han quedado «tocados» por algún temporal. Con los que nunca se han derrumbado. Con los que nunca se han roto en pedazos, con grandes desgarrones, nada muy lindo, como quedaron vuestras caras, manos, piernas, cuellos y pechos, tras el accidente que sufristeis cuando la oscura tela de la tarde caía sobre vosotros, ante la indiferencia de la vivaz corriente del cauce.

Desde entonces hasta aquí, recuerdas tercamente, jamás pudiste tolerar a los lustrosos, a los que miran a los «otros» por encima del hombro, llenos de suficiencia ética y estética. Estos últimos, sobre todo, te resultan insoportables.