Callada despedida de una hermana

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

19 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Amanece. Graznan los cuervos entre la arboleda del parque. Antes de escuchar el canto del mirlo, das vueltas y vueltas... Y te acuerdas de que es sábado. Un 16 de junio como hoy de 1904 James Joyce tuvo su primera cita con Nora en el arenal de Sandycove. Aquella fecha quedó plasmada en esa maravillosa odisea del sujeto moderno que es el Ulises.

Cuando te vuelves hacia Dublín, donde hoy se celebra el Blooms Day, de repente, comienzas a recordar a los compañeros que andaban contigo corriendo y jugando por la playa. Te levantas y sales a caminar. Al pasar junto a un huerto, el aroma de la lavanda perfuma la mañana: azul es la flor de la lavanda. Y un poco más adelante, ves pasar una tórtola entre los salgueiros y ameneiros, sobre las claras aguas del río. Y más tarde piensas que un día cualquiera, cuando te encuentres sentado en la orilla del cauce, quien pasará será tu sombra y ni te enterarás, como hace unos días también pasó el leve suspiro de la callada despedida de tu hermana. ¡Ah, cómo queman las imágenes de una infancia que siempre retorna!

Mientras te dejas arrastrar por la ensoñación murmuradora de la corriente, regresan de nuevo las estampas de aquellas largas tardes de verano cuando corríamos por la mallante del arenal. Entonces, meditas, casi ninguno de nosotros sabíamos que la tierra era redonda: en la escuela no había la esfera con el mapamundi, solo el plano físico horizontal colgado de una pared desteñida. Claro que, rememoras, cuando nos sentábamos bajo la sombra de las cerdeiras, tampoco sabíamos que las cerezas que nos papábamos existían porque la tierra era como un globo, no un mapa plano como el del maestro.

Cuando nos hicimos un poco más grandes, muchos de aquellos íbamos hasta la playa de Agüeiros para tirar de los cabos del aparejo del generoso señor David, que lanzaba el cope de su red casi cerca de Rianxo. Mientras dos gamelas acercaban los cabos a tierra, nosotros nos bañábamos. Después de alar durante bastante tiempo, cuando el cope alcanzaba la orilla, todos recibíamos un pequeño quiñón (as xoubiñas colgadas nun cambo pola jalada) para casa: una alegría para tu madre.

Tú amabas más los campos que aquel mar al que tu padre pensaba entregarte. Parecía la opción más lógica y razonable. Mas nunca fuiste capaz de desprenderte de tu primer amor por los prados: entre los centenos y trigales zureaban las palomas, en el trebolar cantaba la fascinante alondra, en los esteiros nadaban los patos y en el monte sonaban los picotazos del pájaro carpintero al atardecer, y al alba la liebre se escondía en su cubil.

Jamás llegaste a ser marinero como Ulises, siempre preferiste ser como Leopold Bloom: sentirte atado a la rugosa y sucia tierra, estar sujeto al clima de la aldea, era más atractivo que la limpia libertad del mar que tanto adoraba tu hermano mayor.

Mucho más que los encarnados atardeceres lejanos de remotos horizontes marinos, te seducía la temblorosa y cantarina espantada de los gorriones entre los matorrales y gozabas mucho más con el olor a membrillo de las tardes de septiembre: quemaban tu aniñada memoria, ahora llena de recuerdos y sangrando por la herida abierta por la hermana perdida. Nunca te olvidaremos, querida Lourdes.