Mi visita a Manhattan me ha conducido de nuevo hasta las rancias páginas y los arenosos paisajes de la literatura Beat. Y, de este modo, me vi otra vez buscando el rastro de Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg y Gregory Corso, entre otros autores norteamericanos de entonces. El denominador común que vinculaba a aquella constelación de escritores parece ser su constante nomadismo, el viaje como aventura. De hecho, los viajes de los beats a través de Estados Unidos en coches destartalados, a dedo o a pie, camino del desierto de México, en la frontera con Canadá o la decisión de embarcarse en cargueros de petróleo (Gary Snyder) o en barcos pesqueros por el mar de China y las costas de Sudamérica, así lo atestiguan. Parecía que siempre andaban buscando un lugar, un sentido a una obra que se les escurría por las apestosas cloacas de los bares y los más oscuros y malolientes callejones de las ciudades.
Santiago, 1971. Un muchacho solitario explora librerías en busca de información sobre los beats. Libros y revistas sobre fantasmas norteamericanos entre la llovizna compostelana, de los cuales había oído hablar por vez primera en Londres, y que asociaba como compañía de sus admirados cantantes de rock. Así descubrió que Michael McClure, poeta beatnik, era amigo de Janis Joplin y de los Doors, y que además era el Pat McLear del Big Sur de Kerouac.
Nueva York, 1944. Una pandilla de finos universitarios introducidos en los bajos fondos de la gran manzana se reúne en el apartamento de Joan Vollmer para fumar, beber y experimentar con drogas. Entre ellos se encuentran William S. Burroughs, Lucian Carr, Allan Ginsberg, Jack Kerouac... Y ahí quedó constituido el colectivo. De todos ellos, el que me resultó más atractivo fue Bill Burroughs. Había nacido en Saint Louis y decía que se había pasado la vida buscando variedades superiores de aburrimiento. También afirmaba que un tercio de lo que había escrito había surgido de los sueños. La última etapa de su vida la pasó en una cabaña de tablones rojizos en Lawrance (Kansas).
Cuando uno tenía poco más de dos años, Burroughs vivió tal vez el hecho más traumático y decisivo de su existencia. Un jueves 6 de septiembre de 1951, Bill y su mujer Joan residían en México. Aunque era hijo de una familia acomodada, se había graduado en Harvard y había viajado por Europa, Burroughs se había vuelto adicto. La droga llenaba el vacío del aburrimiento y acabó colgado. Y así se convirtió en un auténtico explorador de la topología de la drogadicción, que lo obligaba a cualquier cosa para satisfacerla.
Ese 6 de septiembre, Bill y Joan, a quien él había arrancado de un psiquiátrico en 1946, dejaban a sus dos hijos solos en su apartamento para dirigirse a un piso de Monterrey para buscar la dosis que exige el mono. Aficionado a las armas desde joven, Bill pretende vender su revolver para conseguir la pasta para la droga. En el piso, los dos deciden jugar a ser Guillermo Tell, un juego en el que seguramente no eran ningunos novatos. Pero las armas las carga el diablo: Joan se coloca el vaso con bebida sobre la cabeza, Bill a punta y dispara. El vaso rodó intacto por el suelo. Joan se desplomó sobre un montón de latas vacías y botellas de ginebra. Eran las siete de la tarde. En esa hora quedó congelado el tiempo.
Años después, William Burroughs contaba que era el haber matado a su mujer, Joan Vollmar, lo que lo había convertido en escritor. Lo que le había condenado a sufrir la maldición de trabajar con las palabras, al dictado de una hambrienta máquina portátil, casi hasta el último aliento en el anonimato de su cabaña de Lawrance.