Cuando el gran Matisse firmó su óleo La alegría de vivir (1906), descansó. Seguramente sintió un encantamiento como el que debió inundar la extensa y limpia alma de Dios cuando, después de seis días de creación constante, con su dedo meñique hundió el sol en el horizonte opuesto a la galería de su taller. El cuadro de Matisse, como el universo, no solo había resultado perfecto, sino que además era la última esfera de esperanza que un ser humano echaba a rodar por los caminos del mundo para que a su paso bendijese las casas, los huertos, las montañas, los ríos, los mares, los volcanes, los árboles y los aires todos de los que nacen los sueños. Matisse, hace ya más de cien años de la soledad de García Márquez, nos legó aquella mañana de principios del siglo XX el mandamiento multicolor y único que, en modo alguno, deberíamos consentir que nos fuera arrebatado aún a costa de la vida. La alegría de vivir es el único estado natural de la humanidad.
Por eso, precisamente por eso, los blasfemos que por la fuerza tomaron este castillo esférico que flota ingrávido sobre una polvareda de estrellas, nos la arrebataron. Nos dejan andar de aquí para allá, tener ciertas comodidades, teléfonos, calefacción, automóviles, viajes, casas, trabajo, camaradas, amores e hijos de modo que lleguemos a creernos que vivimos en el País de Nunca Jamás defendidos por la insobornable lealtad de Peter Pan y la vigilancia extrema del hada Campanilla. Pero todo es mentira. Es una mentira sacrílega y aterradora que cada mañana los tiranos inoculan, venas arriba, en nuestra sangre indefensa y dormida entre colchones de plumas sobre los que narcotizados yacemos inermes. Estaba escrito. E, inexorables, se cumplen las profecías. Todas.
Desde los sabios orientales hasta los clásicos que habitaron el Mediterráneo y desde los que desconocíamos al otro lado de Atlándida hasta los chamanes de África, Australia y las heladas tierras del Norte, la sabiduría de su Palabra, impulsada por el soplo de Dios, vagó sobre nuestras cabezas en forma de verso, de pintura o de danza. A ojos vista, patente como un sol de mediodía, la profecía, terca e insistente, se asomó a las fronteras de nuestras vidas advirtiéndonos de quien era quien, lo que querían y aquello que, si permanecíamos ociosos, terminarían por arrebatarnos.
No hemos hecho caso a nada de lo que los sabios anunciaron. Y llegaron la guerra, la peste, el hambre y la muerte y vimos, paralizados por el pánico, las consecuencias de nuestra desidia. Entonces nos pusieron condiciones. Podríamos amar, procrear, vivir más o menos cómodamente, hasta reír y celebrar nuestros pequeños éxitos. Podríamos leer, alimentarnos, pasear, tener amigos y también libertad de religión, de opinión, de elección, de compra y de venta. Maravillados ante el escaparate, sin adivinar que al fondo, tras las cortinas de oro, el monstruo se refocilaba con nuestra inocencia en un lecho de carne podrida, todo lo entregamos. Ahora, sí, ahora que comprobamos con horror que hemos sido estafados y que el ídolo de oro es un tirano, nos acordamos de Matisse y lloramos porque lo hemos perdido todo. Y nada somos porque, en nuestra necedad y sin condiciones, les hemos entregado nuestra última estrella. La alegría de vivir.