Hace más de dos mil años, un joven Rabí recorría Galilea causando pasmo y división. A veces se detenía en medio de una plaza y, con una varita de olivo, escribía en el suelo signos ininteligibles para los que lo seguían discutiendo las cuestiones que el joven les planteaba. Era un hombre de paz. No había estudiado las escrituras en el templo de Jerusalén, aunque se decía que, a la edad de 12 años, durante la visita a la ciudad para cumplir el precepto acompañado sus padres, maravilló a los doctores de la ley con su conocimiento e interpretación de las mismas. Nada más se supo de él hasta que cumplió 30 años. Entonces se echó a andar los caminos y a predicar en las plazas anunciando el establecimiento del Reino de Dios en la tierra y que en ella habitarían para siempre quienes depositasen en él toda su fe y respetasen los mandamientos de su padre. Era un hombre de paz. Sus biógrafos, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, coinciden en ello. Pero también citan los escasos momentos en los que la ira se despertó en Jesús por alguna causa. Una sucedió en la Pascua, a la entrada del maravilloso templo que Salomón había levantado en honor a Jehová. Nuestro joven Rabí desmontó con furia los mostradores en los que los cambistas (hoy banqueros) realizaban sus negocios bajo los toldos amarrados a las paredes de la casa de Dios. También derribó los tenderetes de los vendedores de tórtolas y de todo tipo de ofrendas que en tan significado día las gentes regalaban a los sacerdotes buscando a través de ese acto la salvación de sus almas.
Hubo otro día de la ira. Sus palabras se recogen en los cuatro evangelios: Solo, siendo como niños, llegaréis a comprender mi mensaje. Y luego, vino el aviso: Al que escandalizare a un niño, más le valiera que lo arrojasen al mar con una rueda de molino colgada del cuello. Sobre el asunto macroeconómico de la iglesia católica que hoy conocemos, y sobre los casos de pederastia que han permanecido siglos y años ocultos, nada hay que preguntarle a aquel joven Rabí. Su respuesta nos la dio hace dos mil años.
Viene esta revisión a cuento porque el pasado 12 de octubre, este periódico publicó una carta firmada por Francisco García, vecino de Noia. Se quejaba amargamente de que hace cuatro años vio que una mujer en silla de ruedas pedía ayuda para poder entrar en San Martiño. Francisco y otros vecinos se dirigieron al párroco, solicitándole una rampa, y este les contestó que «compartía nuestra inquietud, pero que la parroquia carecía de fondos». El alcalde, Miguel Paz, prometió ayudarles, pero un par de meses después su intención se la llevó una moción de censura. Desde entonces, más de tres años, cada dos meses, vagan por el Concello llevando incluso el proyecto de la rampa bajo el brazo. Palabras, palabras, palabras. ¿Y el párroco? Lo de la carencia de fondos... Pero, ¿acaso no debería ponerse al frente de esos vecinos y apelar y recurrir a quien fuere menester? Pues ni eso.
No conozco por su nombre a este vecino ni a sus compañeros pero desde aquí les digo que admiro y valoro su iniciativa. En cuanto al párroco, me atengo a las palabras del jóven Rabí de Nazareth: «Dad y se os dará; (...)La medida que con otros usáis, esta se usará con vosotros». Lucas (6:38).
Nota de la Redacción: Este artículo fue elaborado por el autor días antes de su fallecimiento.