Todos estábamos un poco enamorados de la profesora Cristina y de sus iris de lapislázuli. Apilábamos los anoraks en la hierba para hacer las porterías y jugar al fútbol en el monte. Agudizábamos la vista a las puertas de la Librería Sanyg para intentar ver a Marujita Díaz en la portada de Interviú. Tardes enteras con las canicas: primeras, truqui más truqui, pie, coge, pase de bola y a la cacerola. La cacerola era el gua, un accidente geográfico tan diminuto y tan profundo que allí acababan las partidas y empezaban las tragedias. «Me tengo que ir a casa que me va a matar mi madre».
Malotes que nos fueron a zurrar a la salida de la escuela, del catecismo, de clases de inglés, del bar… eso, más que nada, significaba ser de Ribeira. Hacer cabañas, romper peonzas, Las penas del joven Werther, entrar en casas abandonadas, formar un grupo de rock que solo sirve para echarlo de menos el resto de tu vida. En magosto, castañas, chico. En San Juan, sardinas. De acampada a Couso. Las piernas flojeando al subir la Curota en bici. Rebobinas con un lápiz una cinta (con las Spice en la cara A y Extremoduro en la B) que quedará en algún rincón del trastero, fallecida dentro de un walkman sin pilas.
La universidad no fue lo que esperaba, la vida tampoco. Las chicas nos rechazaron un puñado de veces, solo una o dos nos quisieron de verdad y solo quisimos de verdad a dos o una. El gol de Zidane. Los paseos con mi abuelo por la lonja… Todo eso aún arde, aún sigue reverberando en las cóncavas paredes del alma. Va siempre conmigo: la inexpugnable fortaleza de mi infancia.