Petición para los Reyes Magos

BARBANZA

matalobos

06 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Último sábado del 2018. A la primera media luz de esta mañana con sabor primaveral me siento a murmurar. Murmuro en el silencioso portal de mis ya casi 70 años. Y echo vistazos a mi recorrido. Sé que al rozar esta edad vivo en gran medida de los recuerdos, mas aún no soy solo un músculo memorialista. No sé si ha sido sugerente el siseante camino transitado, andado. Pero puedo presumir que, en sus diferentes etapas, disfruté del estimulante afecto y camaradería de la infancia y la adolescencia en el fantástico territorio de la vieja aldea. Mas también sentí alegría y tristeza, tuve muchas esperanzas, algunas satisfacciones y bastantes frustraciones. Y viví unas cuantas ausencias. La última, la de una hermana. Su marcha fue fulminante. Sin embargo, me pareció interminable, como lo son los días de junio, el mes de su partida, mi proceso de recuperación del inesperado golpe.

Ah, viejos compañeros! Nosotros ya no anunciamos nada nuevo. Nosotros ya solo somos las orgullosas y hermosas ruinas de una estirpe espléndida y salvaje, afectuosa y compasiva, una virtud que apenas se conoce y practica entre nuestros herederos.

Aún recuerdo cuando me prometí delante del atrio de la pequeña ermita que lucharía sin desmayo por alcanzar una voz propia, jocunda y fuerte con la que me dedicaría a honrar, no mis obras, que no tengo, sino las que habían legado mis antepasados.

Aún recuerdo cuando me desvié de mi propósito, el momento en que traicioné mi propia palabra. Sé ahora cuánto me equivoqué. Por aquel entonces, sí creí que ser un «chico malo» era un visado que garantizaba la entrada a los jardines del placer, diversión, incluso un cierto conocimiento. Que la vía del exceso conduce directamente hasta los palacios de la sabiduría es un teorema que pocas veces se cumple.

Aquí y ahora aparece la lembranza de los años universitarios. Lo pasé bastante bien durante aquel período de tiempo. Hice unos cuantos amigos, algunos todavía nos conservamos una mutua y leal fidelidad. Y tuve algunas novias. Pero en este instante solo atesoro una certeza: fui más infeliz durante esos años de lo que nunca había sido antes, y de lo que también fui después. Además, siempre me atormentó la idea de que estaba perdiendo el tiempo y, lo que aún era peor, malgastando el dinero de mis padres.

Ah, viejos compañeros! No sé vosotros, pero a esta avanzada edad, os confieso que nada tengo para dejar en herencia, ni para legar. Ningún invento ni descubrimiento lleva mi autoría, ninguna medalla cuelga en mi chaqueta, en mi historial no figura ninguna hazaña. Tampoco he conseguido ningún éxito intelectual, más bien lo contrario. En este sentido, ni siquiera he experimentado un fracaso sonoro, de esos de los que puedas gozar de la gloria del caer al fondo del abismo, aunque lo acaricié. No dispongo de una cuantiosa suma para donar a un hospital, pero os digo que sí tengo unos cuantos maravillosos y valiosos libros guardados en un anaquel que podría entregar a la biblioteca municipal.

No sé vosotros, pero os aseguro que, a pesar de este panorama, he sido feliz aspirando el fresco aliento de las mañanas de otoño y caminando por la playa en los atardeceres de agosto.

También fui feliz hace unos días cuando una inmensa luna llena me sonría al anochecer cuando íbamos hacia la estación de trenes. Y más tarde, cuando me acosté y vi a mi amor dormida a mi lado, fui otra vez feliz. No sé vosotros, viejos compañeros, pero he escrito una carta a los Reyes Magos para pedirles que me concedan una saludable y larga vejez, para que pueda seguir contemplando durante muchos años más a mi amada dormida con su brazo descansando sobre mi pecho desnudo.