Es domingo. Sales de casa en dirección al río Coroño. Poco antes de entrar en el valle, dos yeguas blancas y un carnero pastan en una finca cercada. Desde lejos, llega el sonido de las campanas anunciando la hora de la misa del mediodía. Al lado del camino, un charco de la lluvia de los días anteriores brilla en la serena mañana de este día de mayo. Donde se bifurca la carretera de Runs, ladra enfurecido un perro atado en una huerta. Un hombre arranca el motor de su tractor. De una casa sale un intenso olor a unto cuando tuerces hacia A Changuiña. «Hoy toca cocido», piensas. Sobre la cancela, un gato se asusta y suelta un bufido cuando pasas.
Avanzas. Antes de cruzar el arroyo que desciende desde la cantera, saludas a un paisano que sale de una finca. Del otro lado del cauce, viene el delicioso aroma del jazmín que se extiende por el margen opuesto de la corriente. Música, olores, colores. Entre la maleza chillan los gorriones. De repente, un lagarto se pone a correr delante de ti y unos pasos más adelante se esconde entre las silvas y la hierba, de donde unas lavandeiras levantaron el vuelo. Y entonces, delante del saltarín torrente de agua se soltó tu monólogo interior: Compañeiros, !qué pequeños, pero qué grandes son a la vez nuestros recuerdos! Lo son porque con ellos vuelven las horas en las que nada pasaba, mientras esperábamos sentados bajo la sombra de una higuera el momento de bajar a la playa en los calurosos días de verano.
Y os digo que son pequeños, pero memorables, porque son los únicos que dan testimonio de nuestra infancia, y de toda infancia del hombre, de todo ser tocado por el aura y la gloria de vivir. Y cuando mediante el recurso de los sueños revivimos la potencia del arquetipo de la infancia, todas las potencias maternas y paternas se ponen en marcha, entran en acción: nuestros padres aparecen ahí, inmóviles, ambos escapados del tiempo, ambos viven con nosotros en otro tiempo.
Y sin embargo, mis queridos compañeiros, la infancia no es, ni mucho menos, una mera constelación de recuerdos. «No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia», dice Rainer Maria Rilke. Esta frase la podríamos traducir así: la infancia es el más vivo tesoro que poseemos, un tesoro que sigue enriqueciéndonos a nuestras espaldas. Pensad que el hórreo, el fayado, la bodega, el cobertizo, el recanto del regato, el recodo del camino... son algo más que espacios donde uno podía refugiarse para llorar a solas cuado eramos niños. No obstante, en la memoria la melodía del arroyo suena como un bálsamo atemporal. Y, aunque tal vez nos falle el contorno, el trazo, o incluso retengamos mal el objeto, nunca olvidamos la atmósfera, o el contorno sonoro, lo que viene siendo la sonoridad de las cosas y los seres.
Todas estas cuestiones las evoco cuando visito la aldea. Como cuando paso delante de la casa de los abuelos rememoro cómo se me partió el corazón al ver a mi madre llorar la muerte de su padre. Y por esto os digo, compañeiros, que nuestra infancia es como un ramo de flores, y como un cesto de olores. Cae el azul del cielo sobre el camino cuando entras en el pueblo. Y entonces se te viene a la cabeza Soren Kierkegaard (1813-1855). ¿Por qué te acuerdas en este preciso instante del filósofo danés? Pues porque es uno de los pocos pensadores que ha comprendido hasta qué punto el hombre sería metafísicamente grande si el niño lo dominara. Así, por ejemplo, en Los lirios del campo y los pájaros del cielo, dejó escrito esta pregunta: «¿¡Quién podría enseñarme el buen corazón de un niño?!».