A mis viejos colegas, una carta

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

matalobos

02 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Oh, mis viejos y dolientes colegas de juventud, ¿os acordais? Nos refugiábamos bajo los árboles de la alameda en los días soleados de primavera o en la iglesia de San Paio para escuchar los angelicales cantos de las monjas de clausura cuando estábamos aburridos de la estupidez masculina, una impostura para nuestra virilidad espiritual. Aunque andábamos ocupados con lecturas sobre delicados pensamientos, nosotros gustábamos de las mujeres, pero no las anteponíamos a nuestras canciones preferidas: no nos obsesionaban.

Y, sin embargo, comentan nuestros enemigos de entonces y de ahora que éramos comparables a esa clase de sujetos que se dedicaban a alardear del uso de su miembro, como si nosotros fuésemos unos palurdos y además novatos en los asuntos del sexo. Sabéis que eso era una broma malintencionada y sin gracia, en cierto modo una forma de envidia. No éramos de los que mendigábamos cariño, y mucho menos polvos. Nosotros de lo que sí sabíamos era de arrimarnos a las barras de los bares y de los chiriguintos de las fiestas y de beber hasta el amanecer. Y cuando la luz del alba asomaba, entonces entonábamos las canciones más importantes de nuestras jóvenes vidas.

Mis viejos amigos. Aún recuerdo cuando nos amistamos con aquella pandilla de divertidas muchachas tomando el sol en el campus. Años después, algunas de ellas se convirtieron en esposas de algunos de vosotros. Esto ocurrió bastante antes de aquel verano en que mientras paseaba por entre unos prados descubrí a mi paloma silvestre. En cuanto la vi, pensé que era una guapa hija del campo. Estábamos aún solteros cuando nos quedamos dormidos bajo los árboles. Cuando se despertó inquieta, la tranquilicé: nada mejor ha habido en mi vida que esta hora de claro frescor, esta hora en que despiertas apoyada en mi pecho desnudo. En aquel instante, bajo la luz del amanecer brillaba su hermosura.

Había ya síntomas de la edad madura en nuestras caras cuando nos volvimos a juntar, mis viejos y dolientes compañeros. Aunque ya se notaban vetas de la ruina que venía, nosotros seguíamos conservando vivos signos de aquel nuestro vigor adolescente: éramos cuerpos maduros que albergaban, cada uno a su manera, aquel juvenil ardor por descubrir pensamientos delicados. Y aunque algunos ya habíais criado hermosos hijos con vuestras esposas de siempre, algunos se habían divorciado y a otros ni siquiera se nos había otorgado el don de la descendencia, todos continuábamos del lado de los fracasados, frustrados, feos, infelices, borrachos y perdedores... Ninguno envidiaba los triunfos de los demás.

Y cuando pasado el tiempo, ya un poco acartonados por la edad, nos reecontrábamos en San Rafael, en aquel valle donde morían varias estribaciones de colinas, lleno de caminos tortuosos, paseábamos por el bosque frondoso, poblado de árboles grisáceos por los líquenes que se alzaban sobre un suelo de musgo verde y orgulloso, como el nuestro. Y mientras caminábamos hablábamos de los tiempos pasados... Cuando entrábamos en la casa, junto al fuego, entonces conversábamos sobre las mujeres de Rilke, los amantes de Wilde, del incesto tóxico de Trakl, de las rameras de Baudelaire... Mas nunca os he hablado de mi paloma, de la mortal hija del campo que me acompaña en los días de mi vejez. Es verdad que cuando se enfada me castiga en la alfombra, pero si siente que la beso con las cejas, le sonrío con los labios, la seduzco con las pestañas, me permite que la ame con palabras, dulces palabras. Entonces, ella acaricia delicadamente mi pelo.