Desde lo alto observabas las hojas amontonadas en lo más hondo del barranco. Una buena parte de ellas eran de castaños y robles. Emitían destellos al caer rayos de luz del mediodía sobre el fondo sombrío y cavernoso. Entre los matorrales se movían algunos mirlos. Se deslizaban a ras de tierra produciendo chillidos nerviosos. Movía el viento los árboles y provocaba que las ramas se rozasen unas con otras generando un sonido similar al aleteo de aves de mediano tamaño. Delante de tu campo visual, un círculo que desprendía una gran calma, una envolvente quietud a cuyo centro te dirigías.
Cuando te situaste en él, experimentaste la extraordinaria sensación de ser un elemento más dentro del paraje que te rodeaba, como si el paisaje te hubiese engullido y te hubiera transformado en una figura vegetal, humana o animal. Te habías dejado llevar, pero aún no sabías si deberías haberte dejado caer todavía más abajo, tanto como para llegar a perder la consistencia de ti mismo, de fundirte totalmente con el barro del terraplén, hasta sentir la hermandad con la grasa de la tierra abrazando tu mente. Más allá aún de todo esto, te moviste y después te recostaste contra el tronco de un carballo: «¿Cuántas veces te demoraste en este socavón al regresar de la escuela o siendo ya mozo cuando buscabas castaños pequeños para replantar?», te preguntas, y mientras tanto empezabas a sentir la agradable sensación de andar al aire libre, con la caricia ocasional de una tibia brisa que te refrescaba la cara, los brazos...
Te hallabas bastante lejos del cauce del río Coroño, pero el tono sombrío del lugar que ocupabas te hizo evocar el tramo final de su curso, por cuyas orillas desde hace un tiempo a esta parte campan a sus anchas perros sueltos ante la indiferencia de sus dueñas y dueños. Y rememoraste que en la última visita, las hojas colgaban de los árboles como las bombillas en la antigua fiesta de San Martiño, en la explanada del muelle de O Bodión. Por un instante, la inquietud invadió tu cuerpo. Mas pronto vino a socorrerte el tibio aire del bosque. Empezaste entonces a vagar y divagar hasta que acougaste en una piedra: nadie ama una roca, pero ahí estabas sobre ella. Los leves ritmos del granito ascendieron lentamente por tu médula hasta alcanzar el centro de tu sistema nervioso. Fue en ese instante cuando notaste la atracción del magnetismo del inveterado mineral. Y allí, sosegado, sin hacer nada lúdico, comprendiste que todo el contorno estaba invitándote a soñar, todo lo que abarcaba el arco de lo visible te invitaba a jugar, a bailar... «Esto es como la bella pequeñez del mundo», te dijiste.
Un poco más tarde, comenzaron a caer los recuerdos como si fueran las últimas hojas del otoño. Y mientras con un palo removías en el limo del arroyo de la memoria, se despertó ese otro que lleva tu nombre y que a veces te desobedece, para, sin tu permiso, espetarte: «¿Pueden los consumidores compulsivos de información conocer la felicidad» que se roza cuando se vive un largo período de tiempo apartado del influjo de los mercenarios de la opinión pública? o ¿es esta felicidad estúpida, o lo es la incapacidad para acceder a ella?».
Y, francamente, no supiste que responder. Solo después de un prolongado silencio fuiste quien de balbucear: «Sea como fuere, lo cierto es que me resultan un poco antipáticos esos que siempre andan presumiendo de lo felices y maravillosos que son. Me recuerdan a algunos pobres de la aldea que cuando compraban un porquiño lo paseaban todo el día de un lado para el otro cantando este estribillo: quiño, quiño, quiño!.»>.