Aquí me hallo, maldiciendo por enésimo millón de veces la inexistente suerte que tenemos en mi familia con la lotería de Navidad pero, acto seguido, al escuchar en mi portátil las notas de una nocturna de Chopin, me arrepiento de la poca vergüenza que encierra ese sentimiento egoísta. Hay un hombre en Boiro que duerme en unos soportales. Hará cosa de un año que este periódico le dedicó un reportaje. Todas las mañanas se sienta temprano en una esquina de la peatonal haciendo sonar un viejo violín contra viento y marea, expresión muy apropiada en estos últimos días.
Es fácil comprobar que no le exige demasiado a sus cuerdas. Está más concentrado en observar quien pasa para dedicarle un «buenos días» o un «feliz Navidad» para hacerse ver y, sin embargo, sus notas denotan la dedicación que en otro tiempo otorgó al instrumento.
A veces me paro a darle unas monedas; otras veces saco el teléfono para hacerme el distraído y no detenerme. Ayer le invité a un café. Ese condenado sabelotodo que habita en mi interior tenía intención de decirle que tocase algo mas emotivo, algo que conmoviese al peatón, como el solo de la Lista de Schindler, del que ya tenía una copia de la partitura para imprimir, pero finalmente no me atreví. No soy nadie para meter el hocico en sus asuntos.
Ni esto es un cuento de navidad ni yo soy Charles Dickens: esto es la cochina vida real. Cuando veo a este señor durmiendo al raso, como tantos otros miles en este sistema de olvidados, me obligo a recordar que nadie está libre de ese destino.
Dos bofetadas mal dadas de la vida te arrojan al arroyo.