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D ecía Sánchez Dragó que cuando un Evangelio es de tres es más creíble. El Tabor no es solo de Mateo, es también de Marcos y Lucas. Para hacer la reflexión, uno tiene tres puntos a los que agarrarse: felicidad, camino y sufrimiento. Aquellos tres discípulos se sentían tan bien que ya querían instalarse allí, y no en un palacio, sino en unas chozas. Aquello fue un sentir divino fugaz, que es lo que les espera a los bienaventurados, que sin duda ellos lo eran. Aquel sentir era del alma y del cuerpo, psíquico y somático, ya no querían bajar al valle, a las luchas, a las circunstancias, «soy yo y mis circunstancias», decía Ortega. No querían dar la espalda al mundo con sus placeres sensitivos, su egoísmo con sus guerras, Dios parece que se enfada con ellos, pues ellos al oírlo tuvieron miedo. Y termina diciéndoles: «Óigalo a él». Y, ¿qué es lo que dice él? Entre otras cosas, dice: «Yo soy el camino, al verdad y la vida». El camino no empieza en las bodas de Caná ni cuando multiplica panes y peces. El camino empieza en Getsemani: dolor, ante la Junta Suprema; dolor, vía Dolorosa; dolor, calvario, más dolor. No, la felicidad no está en una fiesta hemingwayana que al final se suicida. Y esta es la reflexión que tiene que hacer un predicador, sin salirse de eso; y la violencia de género, el Día de la Mujer y el hambre no casan con el Tabor. Eso queda para otros evangelios, cuando toque.
Ahora tiene que centrarse en el Tabor con los pies en la tierra, pero con la cabeza fuera de la tierra. El tema del Tabor es la felicidad y su antagónico, el dolor, y eso se puede desarrollar en dos minutos. La reflexión queda para el pueblo, los que van con fe y los que van por asuntos sociales, que por desgracia son los más. Este es el principal fin del sacerdote, que no es enterrar a los muertos, que parece ser antagónico: «Deja que los muertos entierren a sus muertos», dice el libro. Si Dios no les permite el placer paradisíaco, menos el sensitivo. Tucho M. Betanzos. Palmeira (Ribeira)