Creo que la sensación es prácticamente idéntica a la que debió de sentir K -no se aventuren todavía hacia ningún castillo kafkiano- cuando escuchó el crujido del dispositivo que contenía a Joi, su única amiga y a la vez la asistente holográfica que interpretó Ana de Armas en la secuela del clásico de Ridley Scott, Bladerunner 2049. ¿Que por qué acudir a la segunda parte de una historia que retrata un futuro decadente donde Ryan Gosling solo puede amar a una máquina? Porque quizás estábamos demasiado cerca de este.
La irrupción del virus ha puesto las vidas de todos patas arriba -llevándose también las de muchos que hicieron posible con sudor aquella cotidianidad-, pero también ha servido como una seria advertencia de lo que había al otro lado de la ventana. De lo que nos estábamos perdiendo por no apartar la vista del otro cristal, el único que importaba, el de la pantalla.
En los ayeres más amargos, mientras la pandemia le robaba el tiempo a centenares de personas cada día, aprovechó para burlarse obsequiándonos con tiempo para reflexionar. En vez de imaginar ese futuro que anuncia una «nueva normalidad» me aferré a la ventana para tratar de recordar la vieja normalidad. Lo que no esperaba es que la mayoría de las escenas que acudieron a mi fuesen las que nunca llegaron a suceder.
El viaje a Granada para perderse en el Albaicín. Los partidos del Artes que fui dejando para el final de la temporada. Los vítores junto a ellos al aterrizar el chuletón a la brasa en la mesa. El atardecer derritiendo el pico Muralla. La segunda cita que nunca te pedí.
Creo que ya es hora de despedirnos, Joi.