Miércoles, 14 de octubre. Declina el sol hacia el oeste. Su luz se desparrama sobre los campos y casas del valle. Brilla el verde de la hierba, los maizales y los colores de las hojas de los viñedos. Sopla un viento racheado del norte. Algunas nubes corretean sobre el lomo aserrado de la montaña, sombría en su ladera este. Huele a caballo en la entrada de la aldea. Pretendes alcanzar su centro por un camino que discurre paralelo al curso del arroyo que la atraviesa de norte a sur.
Un pardo silencio envuelve la tarde. Encuentras a un antiguo vecino que se casó aquí, en Coroño. Hablas con él. Unos pasos más adelante, un paisano realiza trabajos de albañilería ante la puerta de su casa. «Los paisanos, casi todos, saben hacer muchas cosas, no como tú, que eres un señorito, bien poco mañoso, por cierto», te suelta en el oído ese cabrón de Daimón que siempre te acompaña como tu sombra. Al hilo de ese golpe bajo, recuerdas que hace tiempo, un amigo había dicho que las gentes del rural eran casi todas renacentistas, porque sabían desempeñar con destreza varios oficios. Piensas que es posible que antes fuera así, pero dudas que ahora lo sea. Otro paisano aprovecha el pobre caudal del regato para arreglar el muro que protege su huerto de las crecidas del agua en invierno.
Un poco más tarde entras en el núcleo de casas de Pazos. De nuevo te paras para hablar con dos hombres, mientras un perro se aposenta entre los tres. Otra vez te pones en marcha en dirección al establo de las yeguas. La blanca Lúa está sola y atada en un prado cercano. Lía hace varias jornadas que no la ves. Un par de días después, el dueño te confirmó que la había vendido y que ahora vivía en Comoxo. Pero como no hay mal que por bien no venga, Lúa, desde que está sola, se muestra más afectuosa contigo.
Domingo, 18 de octubre: caminando bajo la lluvia matutina. Nos han dejado las jornadas luminosas. El día amaneció oscuro: cielo cubierto de nubes y lloviznando. Conduces hasta la Ponte do Gamo. Aparcas y andas por una pista de tierra barrosa entre pinares, castaños, carballos, nuevas plantaciones de eucaliptos, prados y el sonido del río al fondo como un bajo monótono. Avanzas rápido y contento. Aunque es terreno de pegas, no comparecen pájaros en el cielo, es como si todos se hubiesen escondido entre los matorrales.
Cuando en una encrucijada enfilas cara a Ameán, ves como una lengua de blanca bruma asciende por la ladera hacia el pico de A Moreira. Unos trescientos metros más adelante, las nubes abrieron las compuertas y la lluvia se desató. Desandas el camino. En tu campo de visión no aparece un sitio para guarecerse del chaparrón. Cuando llegas a la primera casa, sita en la bajada de Enseño a Pomar do Río, estás completamente empapado.
Mientras te secas la cabeza y el cuello con un pañuelo, miras hacia el cielo encapotado: no tiene buena pinta y te dices «esto va para largo». En aquella calma pasmosa, de pronto unos cuervos cruzan hacia el norte y en silencio la hondonada que muere en el río. Nada se oye, solo se escucha el persistente golpeteo de la lluvia contra las hojas casi secas de los maizales que se extienden a lo largo de la inmensa agra, que divide en dos una carretera asfaltada. Y de nuevo te pones en marcha y te refugias delante de un cobertizo, donde después de un rato se detiene un joven que se presta a llevarte hasta tu coche. Cuando llegas al vehículo, aún sientes como el agua fluye sobre tu cabeza y tu rostro. Y es en ese instante cuando piensas que bajo la lluvia, en medio de su estruendo cayendo sobre las hojas del maíz, disfrutaste de un silencio tan delicioso que te pareció digno de compartirlo con otros, como vosotros, viejos compañeros.