Aquel tórrido verano del 62

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN) SOMNIUM

BARBANZA

PACO RODRIGUEZ

29 nov 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En el mismo tórrido verano en que murió nuestra admirada Marilyn Monroe, el 4 de agosto de 1962, cuando solo contaba 36 años de edad, John F. Kennedy (1917, Dallas 23/11/1963) ordenó la invasión de Cuba. Justo entonces me pasé ese mes en el colegio La Salle de Santiago, donde acababa de empezar un periplo de siete años de internado. ¿Recordáis mis viejos paisanos? Aún éramos unos rapaces. El patio del colegio, de tierra barrosa, se extendía a los pies del barrio de La Almáciga. De aquella, uno ni sabía que ese nombre, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, significaba y significa: «Lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego se han de trasplantar».

Era la década que más tarde se bautizó como «prodigiosa» y comenzaba a florecer nuestra pubertad. Nada especialmente reseñable ocurría dentro de aquel recinto escolar: jugar, estudiar, misa, rezar, dormir y alguna que otra trastada. Dominaba una monótona rutina que no dejaba tiempo para aburrirse. La excepción llegaba con los fines de semana, cuando nos llevaban a dar un largo paseo por las afueras de la ciudad que terminaba con un cuarto o media hora libres en la Alameda compostelana. O cuando veníamos a casa (puentes), o en vacaciones (Navidad, Semana Santa y verano).

Por aquel entonces estábamos a años luz de haber descubierto la trémula belleza carnal de Norma Jeane (su nombre de pila), pero también del dolor interior que le causaba. Tal vez no supo «conformarse» con ella, ni tampoco con la admiración que generaba. Además, aún no conocíamos sus películas. Y a la vez poco sabíamos del apuesto mandatario de la nación más poderosa del mundo, en cuyo Capitolio en aquel verano se sentaba, creo que por vez primera, un católico de ascendencia irlandesa. Y aún menos podíamos entender que Marilyn y Kennedy habían tenido un affaire amoroso. Y ni nos imaginábamos que el joven presidente, casado con una dama muy atractiva, era un empedernido «mujeriego».

 Pero volviendo a Marilyn, ¿quiénes de nosotros después no adoramos el amargo don de (su) la belleza?, como diría Byron, que, al parecer, era renco. ¿Y cuántas veces no hemos soñado con besar aquella boca carnosa que parecía palpitar de lujuria, o simplemente rozar con los labios aquellas pestañas que nunca dejaban de parpadear? Pues bien, he de deciros que aquella rubia que muchos denostaban «por tonta» gustaba mucho de las perlas, pero no solo como joyas, sino también en formato de libro. Así, era capaz de sentarse al final de un tobogán para niños y ponerse a leer el Ulises de James Joyce. También aprovechaba cualquier descanso en el rodaje de una película para sumergirse en las páginas de Cartas a un joven poeta de Rilke o de tumbarse en un parque a tomar el sol mientras devoraba Hojas de hierba de Whitman. Entre todas esas páginas hallaba la calma que curaba su tristeza y su soledad, un poco como nos ocurre a cualquiera de nosotros.

Mientras transcurrían los días de tu arranque como interno en aquel edificio frente al barrio de San Roque, en tu lienzo interior se iba pintando un paisaje de ausencias, invisible para los demás y al que solo tú podías acceder. Estaba compuesto con los colores del paso del tiempo sin tus pasajes sonoros, por la falta de los padres y hermanos, de los compañeros de los juegos infantiles, sin la libertad de moverse sin cortapisas por un territorio familiar poblado de manantiales. Cierto era que tenías otros compañeros y amigos, pero cuando la oscuridad caía sobre el dormitorio, en la cama, por delante de tus ojos pasaban escenas de la vida de tus paisanos oculta tras las puertas y paredes, la luz de la luna iluminando las solitarias figuras de los palleiros en los prados o reflejándose en el oscuro espejo del mar que bañaba una playa antes tuya, pero a esa hora ya solo de los otros.