Acabas de salir del curro, todo el día delante de una pantalla y por fin… ¡Qué maravilla! Llegas al sofá, te tiras cuatro horas con Netflix en la tele mientras le das hacia abajo al móvil, estado tras estado en Facebook, fotos en Instagram. Otra Coca-Cola para ir echando el resto del día. No tomas agua, que no sabe a nada. Ni haces deporte, que estás cansado. Ni lees, mejor escribe un tuit a algún desconocido diciéndole lo tonto que es por no votar lo mismo que tú.
Es el ocio más común de este decenio: Netflix, redes sociales y angustia. El paquete completo. Al meterte en cama sientes esa bala con tu nombre, esa tristeza. ¿Estaré deprimido? Te preguntas. Quizás no es que estés deprimido, es que has adoptado un estilo de vida que es un tobogán hacia el vacío existencial: la nada diaria, dopamina barata de placeres instantáneos que acaban apretando el gatillo de la insatisfacción perpetua.
Yo he estado ahí. A veces aún lo estoy. Corta con eso, escribe una o tres metas dignas en una hoja de papel y dedícale una hora y media al día a esos objetivos, centrado. Vive con un propósito. Nombra y estudia uno a uno tus miedos y tus complejos, cuando los diseccionas pierden parte de su poder. Busca un gozo sostenido y estoico a través de una existencia sencilla, no el corto alivio del adicto al placer. Ama a tu familia, aprende a boxear, lee libros buenos, vive con honor, expresa gratitud...
No hay más, no necesitas validación externa, así que usa toda la mierda que te tiren para abonar tu jardín y convierte las flores que crezcan en tu chaleco antibalas.