Es domingo de Pascua: los padrinos agasajan a sus ahijados «co bolo». Jesús ha resucitado. Con su resurrección culmina la Semana Santa. Muerte y resurrección: siete jornadas de pasión que siempre se abren con el día de Ramos, cuando se rememora aquel lejano hecho en el que las multitudes aclamaron a Jesús al entrar en Jerusalén a lomos de una humilde burra. Pero la misma chusma que lo aclamó fue la que un poco más tarde lo entregó a los sacerdotes del sanedrín y de los fariseos para que lo condenaran a morir clavado en un madero, acompañado a ambos lados de sendos ladrones (uno bueno y otro malo).
¿Recordáis, viejos compañeros? Nosotros éramos de acudir a misa de ese domingo con el orgullo de lucir nuestros hermosos ramos, cuanto más repletos de cruces en sus tallos, mucho mejor. En ocasiones éramos envidiados por ese detalle nimio, pero que los hacía más valiosos y que fue la clave de la campal enramada que se desató entre nosotros y los de otros lugares de la parroquia para defender nuestros magníficos ejemplares. Fue tal el rebumbio que armamos delante del altar que, en un momento dado, el señor cura no lo aguantó. Se volvió y nos expulsó del templo, tal como el Señor había hecho en su tiempo con los mercaderes. Lo que no conservan las artesas de la memoria es el nombre del crego, pero solo pudo ser don Joaquín Picallo o don Baldomar García Gesto.
Mientras navegas entre el suave oleaje de la memoria, escuchas la riña que hay entre dos rabilongos en medio de la arboleda. Su sonido te evoca el día de Jueves Santo. En tan solemne fecha se hacía sonar la carraca, que emitía un ruido similar al de las urracas. ¿Os acordáis de ese instrumento? Se trataba de un aparato con, normalmente, una lengüeta que sobre un taco de madera dentado tocaba cuando se movía mediante una manivela. Los más modestos, como nosotros, las hacíamos con los troncos más anchos y fuertes de las cañas. El diccionario de la RAE lo define así: «Instrumento de madera en el que, levantando consecutivamente una o más lengüetas, produce un sonido seco y desapacible».
Tras el áspero canto de la carraca caía el silencio sobre los campanarios. Enmudecían las campanas hasta el día de Pascua. Callaban con la muerte y renacían con la resurrección de Cristo. Tras resistir un calvario, una tortura casi inhumana, Jesús, entregado por los «poderosos» que siempre pueden decidir quien vive o muere, es crucificado un jueves del que todos sabemos algo, del que incluso saben los infieles y no creyentes. También todos tenemos noticia de un viernes luctuoso: cuando el cuerpo de Cristo es rescatado de la cruz, un hecho que reconocen también los que se declaran ateos.
Todos identificamos los signos del sufrimiento, de la injusticia. Todos conocemos el dolor y el fracaso, todos sabemos del amor y de la soledad... Y lo sabemos, viejos compañeros, porque son los materiales que dan forma a nuestra historia, que alimentan nuestro destino, el destino del ser cual sea.
Cuado escuchamos el tañer de las campanas el domingo de Pascua, sentimos que tocan a esperanza. Suenan a alegría porque el domingo de resurrección es el símbolo del triunfo de una justicia y un amor que han abrazado la muerte. Y, sin embargo, en ese «puente» de Semana Santa hay un día del que nada se nos ha dicho, ni nada sabemos de él: el sábado. Ni la historia, ni la mitología ni tampoco las Escrituras os han relatado o revelado algo de aquel sábado perdido en el fondo del calendario. Tal vez porque nuestra existencia transcurre en ese largo sábado de siempre, entre el dolor y la soledad, por una parte, la esperanza de liberación y el sueño de una renovación espiritual, por otra. Así es y así será.