Sentado al amparo de los ameneiros y salgueiros, concentrado en el murmullo del agua, de repente te sorprendió la sombra de una paloma que cruzó el espejo del río. La vislumbraste en una fracción de segundo, lo mismo que aquel día de un ya lejano junio, cuando como un lostregazo viste pasar la chalana de la muerte llevando silenciosamente los cuerpos de tus abuelos, padres y hermanos hacia la desembocadura, en el estuario poblado de juncos.
Y entonces empezaste a recordar que algunos de tus muertos se han marchado como se han ido algunos de tus veranos vividos: inesperadamente, abruptamente, bruscamente, como una tormenta que súbitamente anuncia su llegada con una cascada de truenos y rayos negros. Y paralelamente piensas: mientras la dorada estación regresa cada año, ellos nunca han retornado, mas su ausencia nos habla de la próxima venida del invierno, porque para entonces el viento nos devolverá el eco de sus nombres.
Nunca has aceptado la muerte de tus padres, que se fueron a la edad que ahora tienes. No estás conforme con el hecho, pues no puedes explicar por qué sueñas tantas veces que siguen vivos y te hablan. Incluso te reprenden por bañarte nada más acabar de comer en las tardes de verano. Y te dices: «Has visto tantas veces o has sentido tantas veces como la muerte ha llamado a la puerta de los tuyos y de tus vecinos que en ocasiones te olvidas de su irreparable presencia, su silenciosa y latente presencia, siempre al acecho, como una fiera nocturna. Y sin embargo, eres consciente de que te acompaña tan calladamente como las lágrimas que acaban de empañar tus ojos». Y después de una pausa te preguntas: «¿No es verdad que hasta la misma vida es insólita delante de la muerte?».
Mas que no decaiga el ánimo. ¡Qué no caiga el velo de la tristeza sobre vosotros, compañeros! No. Nosotros cuando aún dormíamos en la cuna ya sabíamos que la muerte había reinado sin descanso en el mundo. En aquel agro nativo aldeano, que de ningún modo era un remanso de paz bucólico, ¿recordáis?, amábamos los árboles porque eran nuestros mudos, leales y fieles amigos. Entendíamos esto como que el viento nos traía cantos, melodías, música. Tanto la poesía como la música, mis viejos colegas, son las únicas lenguas de la tierra que no mienten. Tal vez por esto es por lo que somos felices cantando y bailando. Y afirmas esto, a sabiendas de que nunca has escuchado a un santo decir que es feliz. Si lo hiciera, lo más seguro es que mentiría.
Más allá de los elementales y naturales, nunca nos resultó fácil obtener algún placer extra. Nosotros no conocíamos el hedonismo. Pero si paladeábamos el sabor de la dureza de la simple existencia, la que aliviábamos cuando escuchábamos los versos del manantial de Os Ricos, versos de amor que recitaba el agua y que nunca nos atrevimos a declarar a las niñas de la aldea que amábamos en secreto. Y también conocíamos la rudeza de la ley moral, la rudeza de las penitencias que nos imponían cuando nos pillaban en los huertos ajenos.
Os cuento que he escuchado que hablan de nuestra ignorancia. No lo creáis. Éramos unos ignorantes bien instruidos y equipados para encarar la dureza de la vida. Lo sabéis bien. Nosotros consultábamos todos los días el diccionario de la tierra. Aprendíamos las reglas de la gramática en el paisaje, y las básicas de la aritmética contando las estrellas del cielo. Haciendo inventario de una geografía que despertaba nuestra nostalgia cuando nos apartábamos del espíritu de la tribu. El lenguaje de la comunidad, hablado o escrito, no era más que otra herramienta de trabajo: una legoña para cavar, una red para pescar.