La lluvia de la memoria

BARBANZA

XESÚS BÚA

24 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

T e azota la lluvia de la memoria en la serena tarde otoñal, después de sentarte para tomar un descanso en la ladera del monte, donde andas buscando níscalos. Aprovechando la pasmosa calma de los pinos, una voz irrumpe en tu oído para susurrarte: «¡Escucha! No decidas nada aún. Solo escucha. Dentro de poco tiempo, tal vez ya ni puedas escuchar». Quien así te habla es ese otro que a veces anida en tu pecho y te incordia con sus advertencias.

Tras una pausa, durante la cual rememoras que de pequeños llamabais pan de culebras a todas las setas, miras las hojas secas extendidas por el sendero. Al tiempo, te llega de lejos un repique de campana. Entre tañido y tañido, apenas una fracción de segundo, sientes que los recuerdos resbalan dentro de ti como gotas de lluvia cayendo de la arboleda. Y entonces, una brizna de hierba alumbra una antigua escena. Y dices: «Compañeros, estamos sentados sobre uno de los oteros que había más allá de la última casa de la aldea, cerca del lindero. Desde allí, cuando éramos niños divisábamos cómo el viento se tomaba la siesta entre los campos de centeno».

Eran esas las praderas de vuestra infancia. Y cuando sueñas con ellas, sueñas que están plagadas de lepiotas (una hermosa clase de setas), pero cuando quieres coger la más pequeña de ellas, entonces despiertas. Algunas veces esto coincide paralelamente con otro sueño: es medianoche y se levanta un frío viento del nordeste y entonces te sobresaltas con el doloroso aullido de un lobo solitario. Y de repente empiezas a hablar tu solo: «Seguramente recordáis, viejos compañeros, que teníamos miedo a la oscuridad, aunque no pánico. Temíamos que nos asaltaran de noche cuando volvíamos para casa. Pero especialmente nos aterraba la idea de que se nos aparecieran los espectros de los muertos de la aldea en las encrucijadas, sobre todo las de aquellos a los que habíamos gastado alguna trastada. Por eso os confieso ahora que sueño mucho y escribo sobre los que recuerdo y también los que he olvidado, porque esto alivia el peso de la muerte que todos llevamos dentro».

Y un poco más tarde añadiste: «Hace unos días soñé que cuando era niño me habían culpabilizado de la muerte de una vaca. El animal pertenecía al casero del pazo de Agüeiros, una fortificación a la que nunca había entrado. En el mismo sueño me esforzaba por recordar el rostro del hijo menor de los señores de la casa hidalga. Creo que se llamaba Rodrigo y lo habíamos conocido porque venía hasta la eira dos Roxos para pintar. Llegaba con todos los cachivaches. Desplegaba el caballete, colocaba y sujetaba el cuadro, sacaba los pinceles, abría una caja de pinturas y las extendía en la paleta. Después empezaba a pintar la amplía ría de Arousa, delante de sus ojos allá en el fondo. Nosotros contemplábamos en absoluto silencio y quietud la magia de la mezcla de colores. Nos parecía que el mar brillaba y murmuraba ante nosotros. Lloramos consternados cuando supimos de su muerte prematura.

La vaca lechera había muerto repentinamente. Pero no por mi culpa. Según contó un vecino de la aldea de Ferreiros, un atardecer de principios de noviembre, cuando la hija del casero estaba estrando la cuadra, el animal salió al patio y vio abierta la puerta de la cocina. Sintió curiosidad y se acercó. Entonces vio un cesto de mimbres lleno de espigas de maíz y no lo dudó, se lo zampó entero. Al acabar bebió agua en el pilón y luego regresó a su aposento. Por la mañana apareció muerta por empacho. Las malas lenguas comentaron que el trágico suceso tuvo lugar mientras el casero jugaba a las cartas en la taberna y su hija se entretenía en el pajar con el zapatero, que entró en el establo al ver que la moza llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo de color rojo, que indicaba vía libre y tiempo suficiente para un excitante parrafeo.