Los americanos, los del Tío Sam, tienen una especial querencia por hacer planes de contingencia para cualquier eventualidad que pudiera suceder. Otra cuestión es que funcionen llegado el caso, pero alguien habrá cobrado ya por diseñarlos, por disponer lo necesario y por renovarlo de ser el caso. Aquí somos más de improvisar que, pensarán muchos, visto los resultados, dará igual. El refranero lo acuña con un religioso «acordarse de Santa Bárbara cuando truena».
Con esto de la pandemia se ha puesto en evidencia que casi nadie en el mundo tenía previsto algo por el estilo. Ni medios, ni plan de acción. Ni un pequeño guion. Se le dedicó más tiempo a pensar en plagas bíblicas, monstruos fantásticos o amenazas espaciales que en unos seres diminutos tan antiguos como las primeras células (a pesar de lo cual los científicos no se ponen de acuerdo ni si son seres vivos tan siquiera o cuál es su origen). A causa de los últimos encontronazos con alguno de ellos, como el Ébola (1976) o el VIH (1983) nos dimos cuenta de que la investigación científica ni se improvisa ni constituye un proceso corto. Pero no aprendimos nada.
Dos años después aún es más triste comprobar que elementos disponibles y accesibles como personal o equipos han sido objeto de especulación, chalaneo y demagogia por parte de quien tenía la responsabilidad de contemplarlos. A día de hoy esa falta de previsión provoca el desbordamiento en la gestión administrativa. Realidad que genera cuantiosos perjuicios económicos y a la que sí se puede hacer frente de forma rápida. Solo hace falta competencia y decisión porque los medios los hay.