Último día mayo. Cielo nublado, lluvia y viento del sur. Gaviotas vuelan y graznan, chillan estridentemente. Barcos atracados en el puerto. Bajo la lluvia cruzas la fachada marítima de Ribeira. Subes a la terraza de la plaza de abastos y tomas un café. Observas las casetas de la lonja. Y más allá, la boca de la ría de la que salen jirones de niebla. Bajas y buscas un espacio dedicado al arte: O Faidao, un sitio que en las casas de antaño, situado justo debajo del tejado, servía para guardar enseres viejos, objetos desechables u olvidados, pero donde a veces también se colocaban patatas, cebollas, fabas u otros productos para alimentarse.
Sin embargo, este ahora guarda obras de arte, entre otros artefactos. Estas no sirven para comer, pero sí para alimentar el espíritu. En la parte de atrás del local, se encuentra la sala con la exposición que buscamos. Reina allí el silencio. Este es necesario. Llena de luz el acto mismo de la contemplación. Sin ese silencio, las pinturas no nos hablan y nosotros sin él, tampoco podemos escucharlas, ni escucharnos.
Obras. Aunque parecen ligeras e incluso plasmadas en humildes formatos, estas nuevas obras de Xoán Fernández pertenecen a la familia de la abstracción, según ha dicho el propio autor, y a la vez creemos que son fruto de un trabajo forjado sobre el yunque del sufrimiento. Y no lo decimos solo porque hayan sido facturadas durante la pandemia, que también, sino porque tal vez son además hijas de una vida que ha traspasado unas fronteras en las que el pintor de Palmeira creía, pero que ahora la enfermedad las ha hecho reaparecer en un nuevo orden pictórico, poblado de colores, entre los que aún alienta la antigua belleza, sobre fondos blancos, negros u otros, pero que se nos escapan, tal como se nos va yendo la luz del día, o tal vez se nos marcha eso que a veces llamamos una anciana existencia. Tal vez…, no sabemos…
Dice Xoán Fernández en el texto que aparece en el díptico de la exposición que la visita de Mr. Parkinson lo lastró en la seguridad y destreza de las que siempre había gozado. Pero no ha perdido la vista. Y para el ojo humano, todo lo que cae en el ámbito de lo visible tiene color. Incluso Borges, siendo ciego, había afirmado que el amarillo siempre le había sido fiel. Los colores existen en la naturaleza para ser vistos. Ahora bien, más que de colores concretos, como conceptos, aquí habría que hablar de que en las 34 láminas (solo dos enmarcadas) está presente una «tonalidad», de que percibimos algo inexplicable hecho de colores, algo que las palabras no saben ni bastan para describir, o dar cuenta de ello. Y en estas láminas está plasmado lo que el artista ha visto desde que lo ha visitado la enfermedad.
Aunque estas humildes láminas colgadas en cordeles «pobres», a su vez atados a unas ramas que parecen clavadas en las paredes, no nos muestran signos de los reinos del metal y el cristal triunfantes en nuestro tiempo, bajo la amplia y variada gama de colores, algunos de los cuales parecen resbalar por las láminas como si fuesen las lágrimas de los seres que se ocultan bajo la explosiva policromía, y puede que tal vez por eso mismo algunas de las obras están dedicadas a músicos clásicos y «eternos»: Puchebes, Bach, Maheler, Mozart, Albinoni y Vivaldi. También es posible que ahí se esconda la zozobra que hemos dejado atrás, pero que seguirá pegada a nuestra piel hasta que la luz deje de iluminar nuestras retinas y nos devuelva al sosiego que quizá siempre hemos querido abrazar.
En otras palabras: utilizando frágiles materiales combinados con una variedad de intensas, tenues o difuminadas tonalidades de colores, aquí alienta una vida más lábil que la nuestra. Es como si las 34 piezas constituyesen un relicario de metáforas de nuestra propia endeblez.
En definitiva, cuando creyó que su labor artística había llegado a su fin, lastrado por el Parkinson, entonces Fernández, en vez de sumirse en la queja, transformó su dolor en una herramienta con la que dar forma a una nueva obra. Tal vez sintió la humilde obligación de volver a empezar otra vez, de ser de nuevo un principiante intentado amar las mismas preguntas de siempre. Porque, al final, la enfermedad es el medio con que un cuerpo se libra de lo extraño. Como diría Rilke: «Hay vida. Vida. Estar fuera».