A hora que las elecciones están a tiro de piedra, permítanme reflexionar acerca de la política. Hace poco llegó a mis manos cierto decálogo que explicaba como ser un buen político. ¿Saben qué pone en el punto 10, en ese puesto de las Tablas donde a Moisés le dicen que no deben codiciarse los bienes ajenos? Pues señalaba la ¡astucia!; la astucia como mérito para ser un buen político.
Por un momento, conociendo a varios políticos que llegaron a ser astutos o que por ser astutos llegaron a donde llegaron, no le di demasiada importancia al término. Pero por deformación profesional, por mi afición a la escritura, me fui a ver como el Espasa definía la astucia: «Persona hábil para engañar a alguien o conseguir algo». ¡Coño! —exclamé— y me puse a pensar cómo es posible que el hecho de ser astuto pueda considerarse mérito en política. Recurrí entonces a la docta orientación de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Y vaya si me orientó con sus astutos consejos: «Cualesquiera que sean los medios, al vulgo lo convencen las apariencias. Hay que moverse según sople el viento. Los que han hecho grandes cosas, son aquellos que, con la astucia, han sabido engañar a los hombres». Ya ven; un tratado de cómo ganar elecciones sin escrúpulos hecho 500 años atrás.
¡Que lejos debo estar de ese Maquiavelo que solo enseñaba a ganar! Pues para mí, con la experiencia que da el hecho de haber sido reiterado perdedor de elecciones, existe un decálogo diferente. Veamos:
Primero. Un buen político es aquel que ha sufrido derrotas. Un político de vacas gordas que siempre vivió al calor de las victorias, carece de mérito personal más allá de su incuestionable astucia.
Segundo. La humildad e inteligencia para incorporar aportaciones positivas de rivales políticos que no piensan como él, debe considerarse como mérito principal de un buen político.
Tercero. Un buen político es aquel que no distingue entre poderosos y débiles; se olvida de amiguismos y servidumbres y trata de beneficiar a los más necesitados.
Cuarto. Valiente y buen político es aquel que no supedita los intereses de su partido a las necesidades reales de su pueblo, por mucho que estas contradigan a la mayoría que le aupó al poder.
Quinto. Un trepa, capaz de asirse a la rama de cualquier árbol para alcanzar la cima apoyándose sobre las cabezas de los demás, puede que sea astuto, pero carecerá de la dignidad de un buen político.
Sexto. Apuntarse a caballo ganador, es ser astuto; pero muestra la catadura moral del individuo y le resta credibilidad a un buen político.
Séptimo. A un político que, como consecuencia del ejercicio de la política, no sale con la bolsa repleta, más allá de lo adquirido con un digno sueldo, se le podrá considerar malo o buen político; pero nadie le podrá quitar el sello de su honradez.
Octavo. Aunque no parezca importante, podríamos calificar como buen político aquel que, después de perder las elecciones o haber dejado la política, no deja de asistir a los entierros y otros actos compasivos. Caso contrario, nos dejaría ver su condición de persona astuta que solo buscaba votos.
Noveno. El buen político debe saber rodearse de profesionales con mayor capacidad que la suya, sin temor a que le hagan sombra.
Décimo. Al revanchismo, al oportunismo y a la soberbia camuflada de falsa humildad, tan ligados a la socialmente bien considerada astucia, los incluimos en el punto final de este decálogo, como muestra de las lacras que nunca deben acompañar a un buen político.
Y, en este mundo en que «tantos locos conducen a los ciegos» (cita de El rey Lear), sepan los electores que son ellos quienes pueden, con sus votos, evitar que se aúpen al poder políticos malos, a sabiendas de que lo son.
Doy por descontado que el eterno Maquiavelo estaría en desacuerdo con mis simples argumentos acerca de la astucia y del ser o no ser un buen político. Pues por eso.