Estuve en Santiago el lunes y era el primer día de clase para los universitarios. Allí estaban, confusos y desgarbados frente a la Facultade de Química, a punto de estrenar la nueva identidad que el alejamiento del pueblo les posibilita. Uno puede renacer en tipo duro, en comunista o en rapero. Nuevos comienzos. Charlas hasta la madrugada poniendo música y trasegando estrellas, lo divino y lo humano, grandes esperanzas, la chica de azul en el colegio de monjas…
Sabed que años después la vida no se parecerá en nada al primer día de universidad. Tu microcosmos te condenará a ser siempre tú. Saben quién eres y, sobre todo, saben quién no eres. Ya no hablas de cambiar el mundo, es ridículo cuando no puedes cambiarte ni a ti mismo. Ahora hablas de Rubiales y haces limpieza casi cada día. En cambio, cuando estás en la carrera solo limpias el dormitorio si esperas visita de tu madre, usando la técnica del «ocultamiento del cadáver»: abrir el armario y todo para dentro. Al dejar la universidad continúas haciendo este truco con la vida. Son tantos los altibajos con los que bregamos: tensión, tristeza, derrota. Lo escondemos todo en algún armario del pecho y fingimos que nunca ha habido un desorden.
Este orden artificial dura hasta que algo quiebra el pestillo del armario y todo se precipita sobre nosotros. Y está bien, chaval. Quizá no seas quien pretendías ser en las noches de Apolo y las mañanas de clase de fisiología, pero has acabado aprendiendo que, cuando cargan contra ti los ejércitos del armario, puedes mantenerte en pie en mitad de un mundo que se derrumba.