Se fueron volando del Barbanza las píllaras, el verano y las verbenas. Y sin verbenas no hay paraíso. Sin verbenas no hay niñas cantando «Malamente tra, tra»; ya no hay noches naranjas, ni gordos con perilla, ni globos de helio escapando ligeros hacia el campanario, ni adolescentes caminando de un sitio a otro demasiado rápido para envejecer; ya no hay carpas, no hay exaltaciones ni exaltados gastronómicos, ni propinas, ni abanicos, ni pimientos, ni aftersun, ni jazmín.
La feria es el derecho constitucional a agarrarse una melopea como un demonio. Clavículas morenas, las tardes de cuando eras un lateral izquierdo rápido y habilidoso. Las orquestas tocan canciones que siempre has odiado, menos esa noche. Llevamos a las ahijadas a las atracciones y un niño de ocho años, que somos nosotros, se deja ver a lo lejos de mano de su abuela. En la feria quedan nuestras infancias atrapadas en ámbar, como los insectos. Los recuerdos zigzaguean entre el algodón de azúcar y la salitre del puerto.
Necesito refugios contra la modernidad. Me cuesta sobrellevar la vorágine de freaks asociales jugando videojuegos que asola el móvil de los chavales, que asola el mundo. Me gustan el Saltamontes, la máquina de puñetazos y Dostoyevski.
Doy el día por bueno si conservo la esperanza de encontrar profundidad en las cosas sencillas: en un carrusel girando en contra de las agujas del reloj, mientras el relincho sordo del caballito en el tiovivo queda como testigo: peleamos contra la nada que nos desvanecerá; moriremos, pero un día ganamos un peluche para una chica en Ribeira.