Caminando ayer por la ciudad me topé con un par de «Se vende». Otro par de verjas bajadas y un par de pares de sueños que se quiebran. «¿Aquí había una tienda, no?», pregunto a mi mujer. «Sí, pero cerró». Qué pena, digo yo. Qué pena, repite ella. Y más adelante otro local cerrado. Otras vidas, otros planes, otros fracasos. Siempre el dinero, al principio y al final. En la ilusión inicial y en la desilusión de este interminable presente de crisis. Crisis que dicen que es temporal, que es mundial, como si eso aliviara algo.
En el Congreso, políticos de todo pelaje usan eufemismos, nos tratan como niños y nos culpan. «Vivís mal, gastáis mal, coméis peor». Y esa nueva nobleza del escaño y la subvención para el amiguete, nos mendiga eslóganes y no soluciones. Las facturas se acumulan, las derramas de la comunidad, el dinero para los libros del chaval…
«Habrá que hacer un esfuerzo», te dices mientras las ojeras van conquistando el territorio de los pómulos. De tantas noches en vela, de tanto hacer cuentas de la lechera. No ves el parte para no pensar más. Para no darle más vueltas. Siempre el dinero.
«Lo importante es la salud» dice tu marido con los triglicéridos más altos que el precio del combustible. Al menos os reís mientras trasegáis sendas conservas de mejillones y una cerveza para dos, de lata por supuesto. «Saldremos de esta». Aplazamos el reparar del baño y las vacaciones. Rezando para que el ruido del coche no sea grave. Los días pasan, nada cambia. Falta dinero y en la salita de cada familia resiste una dignidad que nunca se marchita.