Somos la leyenda que creemos. Somos un extraño recuerdo. Existió un Vidente en la vieja Grecia, a su voluntad se doblegaban reyes y esclavos. El príncipe decidió preguntarle «¿cuándo morirá mi madre?» y el Vidente contestó «cuando el búho anide». Y su madre murió antes de la llegada de la primavera.
Más tarde, preguntó: «¿cuándo morirá mi amada?» El Vidente contestó: «bajo el yugo taciturno de la mañana y la nostalgia». Y su amada cayó, como el suspiro de un árbol sin esperanza, en el manto gris de la alborada.
Temeroso, el príncipe nunca osó enfrentarse a la gran cuestión: «¿cuándo moriré yo?». La pregunta rebotaba entre columnas jónicas sin llegar al Vidente, que residía en una villa en las afueras. La adivinación, si bien pesarosa para el espíritu, resultaba lucrativa para el cuerpo.
Lo mejor de los reyes suelen ser sus súbditos. Así pues, agobiado con la pulsión de la muerte, el príncipe delegó en su caballero más valiente, Orien, la fatal pregunta para el Vidente. Orien llegó a caballo a la villa, entró toscamente al dormitorio del Vidente y le preguntó con voz de whisky y trueno: «¿Cuándo morirá el príncipe?». Entre legañas, el Vidente maldijo al caballero: «¡hoy, el príncipe morirá hoy!».
Orien, el cazador, cercenó la cabeza del Vidente y la arrojó a las noches sin luna. Cuando volvió al palacio, el príncipe le preguntó: «¿Qué dijo el Vidente?». Orien contestó: «Que el príncipe vivirá cien años». Y cien años vivió… No me gustan las moralejas pero de haber alguna en mi cuento sería: a los heraldos de la muerte, del no, del nunca y del nada; decapítalos y vive cien años.