No trabajo el día 1 de enero por primera vez en siete años. Apenas recordaba que uno pudiese haber sido tan joven. Ese día me concederé levantar con solemnidad un sobre de Espidifen 400 en la cocina, como Rafiki levantaba a Simba. Con la convicción del rito. Que mi mujer me lance cojines por roncar en el sofá durante el concierto de Año Nuevo, no importa.
No somos maniquíes vestidos con colores horteras en el escaparate de una tienda de París. Estamos vivos y viviremos para toda la vida. ¡Ah, la Navidad! ¿Qué resulta más humano, olvidar o recordar? Pues no me acuerdo. Volveremos a quedar con no sé quién en no sé dónde, en medio de una rutina de abrazos tímidos y firmes.
Nochebuena, familia. Sentados en torno a una mesa. Trae el sacacorchos. Una cerveza para el columnista. El vino abatiéndose en la tempestad del brindis. Estamos los que quedamos. Descongelar langostinos. Cortar queso. Probar, sin que te vean, el jamón. Compartir memes. Habitar la verdad de lo incierto. Miles de familias con sus miserias, sus quereres y sus secretos. «¡Feliz Navidad!». Gritan, gritamos. En esta Ribeira que somos.
Tan contradictoria y tan hermosa. Y tan triste. Con tantos futuros como caramelos lanzados desde la cabalgata existencial. Nada puede impedir que la luna sea perseguida por los niños. Hay una mitad del corazón hecha de angustias y la otra mitad hecha de pincho de tortilla. Hemos sufrido tanto por cosas que ya ni siquiera recordamos…
Sé feliz como puedas o como merezcas. O como te dejen. Bienvenido a este casi viernes. Bienvenido al pálido refugio del alba.