Paco vive en España, es uno de tantos millennials atrapado entre la rutina y la resaca de la juventud, como un mosquito de la prehistoria en el ámbar amarillo.
Paco solo es capaz de dormirse veinte minutos antes de que suene el despertador. Siente ansiedad frente a ese agujero negro de sueños que es su trabajo, que consiste básicamente en esquivar la bronca de sus jefes y hacer fotocopias. Paco, al salir del curro, se toma unas cervezas, unas cuantas.
Paco hizo caso a las canciones y anuncios de su época que le decían que la noche y el alcohol eran la verdadera vida y pronto se abrazó al whisky, ese lubricante social cálido y bobalicón. Paco empieza a sospechar que lo estafaron con el carpe diem, con el «vive al límite». Porque hoy ya es mañana.
Descubrió que Bukowski no era un perdedor, que el cantante de Extremoduro ya no usa distorsión. Y se siente triste, fuera de lugar, viendo algún barco zarpar, echa de menos a su ex, intenta bajar la cantidad de hidratos pero no lo consigue, pensar en la oficina hace que quiera comprar Doritos y ver compulsivamente la última serie estúpida del catálogo infinito de cualquier plataforma de vídeo.
Paco está gordo. Paco se siente culpable por no llamar más a sus viejas amistades, pero le resulta extraño sentir el peso de la simulación de que todo podría ser como era antes. Paco es invisible para el mundo. Paco no aspira a nada, como muchos en su generación, hubo un tiempo en que pensó que era especial. Paco no es mal tipo. Paco pide cita y un médico lo llama por teléfono: doctor me duele la cabeza y el universo.