Era lunes y vi llorar a Vinícius y me acordé de la hora de la salida del cole, me acordé de qué pasaba cuando los niños lloraban. Cualquiera que haya atravesado el sistema escolar español lo sabe, es el primer punto del manual de supervivencia del recreo: no llores, hermanito. Quieren verte sollozar, son un tiburón que olfatea lágrimas, así irán a por ti con más ganas. La verdad desnuda es que el poder de los insultos reside únicamente en la fuerza que les otorgamos.
Nos enfrentamos al grotesco mundo de la vulgaridad humana, poblado por personajes desesperados que, en su obtuso recreo, buscan envenenar. Hace tiempo fui sensible a los rebuznos. Ya no. Vini, el color de la piel no importa; el de la camiseta, sí. Tú puedes marcarle un gol con cada dedo del pie a quien te importune y gritar aquello que decía Shakespeare: «¡Siuuu!». Te dije «no llores», pero quería decir «que no te hagan llorar».
El buitre del racismo te ataca, yo no puedo conocer a ese buitre pero conozco otros. Todos los buitres hacen lo mismo: se posan en lo alto de tu campanario, seguro que has intentado ignorarlo pero bajo su ominosa mirada, a veces, uno piensa en la muerte. El buitre te quiere sombrío, te quiere triste. Un día estuve herido. Recuerdo a Kafka.
El buitre voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi herida, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.