La próstata es quien se interpone entre mis sueños y yo. Cuatro o cinco veces por noche cruzo el pasillo hacia el servicio como Kylian Mbappé levita con balón por la banda, rápido y habilidoso, pues las temperaturas son despiadadas y duermo en calzoncillos —perdonen la escalofriante escena—. Atravieso el frío como un rompehielos, sin hacer ruido, sin linterna de móvil, tiki tiki tiki, un ninja para no despertar a la niña. Al volver a la cama la próstata frena pero la cabeza se pone en marcha.
Pienso en el futuro, en el pasado, en lo que destrocé, en la culpa, en la salud de mis padres, en la felicidad de mi hija. Pienso en el trabajo, pienso en lo que aún puedo arreglar y en lo que ya no tiene solución… Los fines de semana, además, escucho a los chavales volver de marcha, una marcha para mí lejana; a veces añorada, a veces odiada. Me giro tres veces, palpo el edredón para comprobar que mi mujer no me haya abandonado, y ya casi tranquilo miro la hora del despertador. Las cuatro. En dos horas sonará Eye of the tiger y otra vez comenzará a girar la rueda de hámster. La vida no frena. No hay clemencia para los que orinan.
Dicen que lo mejor para dormir es una conciencia tranquila. ¿Qué hay de este pánico al examen rectal y al fracaso? Cuando todos duermen y estoy despierto me doy cuenta de lo pequeño que soy. De lo absurda y también de lo bella que es la vida. De lo rápido que pasa esto. Cuando tenía veinte años y escuchaba música punk creía que tenía que destruirlo todo. No future. Veinte años más tarde, cuando escucho un disco de punk, solo pienso en reconstruir.