Tiempo siempre pausado

Carmen Alborés CON CALMA

BARBANZA

ANGEL MANSO

09 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

La señora María vivía en la aldea, pero gracias a la insistencia de su hija, que residía en un piso de la ciudad, se fue a pasar una temporada con ella.

La señora María se sobresaltó durante los segundos que sonó el despertador, esperó unos segundos más a que el microondas calentase el desayuno, otros segundos a que saltase el pan de la tostadora, que se encendiese la televisión, esperó otros cinco segundos. En el ascensor hubo que esperar bastantes segundos más, la puerta del garaje tardó ocho segundos en abrirse, delante del semáforo hubo que esperar otro minuto, en el cajero automático esperó cuatro minutos, en repostar gasolina tardó otros cinco minutos, sonó el teléfono de su hija y hubo que esperar otros diez minutos y otros pocos mientras escribía un mensaje.

En la carretera hubo que detenerse unos minutos a que un coche que iba delante aparcase, en el supermercado también hubo que esperar a que la pantalla marcase su turno de compra y otros minutos de cola para pagar. Cada poco tiempo sonaba en el teléfono el pitido de algún mensaje o de alguna llamada.

La señora María tenía la sensación de estar metida dentro de un enorme reloj que inexorablemente le iba robando el tiempo, segundo a segundo, a causa de esas pequeñas y múltiples esperas causadas por los numerosos aparatos electrónicos. Además, inconscientemente se le iban acumulando pequeñas dosis de impaciencia y micro ansiedades en su sistema nervioso.

Por la noche en su cabeza aún resonaban aquellas frases: «Por favor, espere». En el ascensor: «Bajando», «cierre de puertas». En el teléfono: «No se retire», «enseguida le atenderemos», «disculpe la demora», «vuelva a intentarlo más tarde». En la televisión había superado bastantes cortes publicitarios.

Cuando al fin la señora María volvió a su aldea, miró complacida aquel viejo gnomon, o reloj de sol, que estaba colocado en la fachada meridional de su casa, en lo alto de la vieja pared de piedra y que al darle el sol en el estilete sobre el limbo, marcaba las doce del mediodía (hora solar). Ella ya no recordaba quien lo había puesto allí, pero debía de hacer mucho tiempo puesto que las rayas que marcaban las horas sobre el plano horario ya estaban bastante borradas. Entonces se olvidó del tiempo de las esperas, y se fue a dar un paseo por el campo. Sin prisas, sin ansias.