Viendo el ajuar litúrgico de Notre Dame, fruto del diseño de un gran modisto, sorprende su minimalismo
28 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Viendo la inauguración de la catedral de Notre Dame, hubo cosas que me llamaron mucho la atención, y que confirman cómo evoluciona la Iglesia, al menos en las formas, y muy poco en el contenido doctrinal. En casi todos los museos de arte sacro, una parte importante lo ocupan los ropajes litúrgicos, las imágenes, los objetos de culto... y entre los ropajes es admirable ver el llamado terno litúrgico, o sea la casulla, la dalmática y la capa pluvial. Suelen estar bordados en oro, en seda natural o terciopelo; todos teñidos con tintes naturales. Los motivos, además de los florales, pueden llevar bordados a los Apóstoles. Había tantos ropajes como los colores del orden litúrgico. Además de estas tres piezas solían estar igualmente decorados los frontales del atril y otros pequeños paños litúrgicos. Los demás objetos de culto eran maravillas hechas por grandes orfebres en metales nobles y cuajados de piedras preciosas.
Viendo el ajuar litúrgico de Notre Dame, fruto del diseño de un gran modisto, sorprende su minimalismo, sus colorines casi, diría yo, infantilizados, de gran simplismo formal, muy del gusto de las pasarelas de moda. Los objetos litúrgicos buscaban también el espíritu simple, ese vaciado de toda pompa, de contenido simbólico y de ornamentación superflua, provocando un vaciado de admiración por el objeto sagrado. Se suprimen bastante los decorados y la teatralidad representativa del antiguo culto, quedando este reducido para algunos en un simple formalismo vacío de contenido y en un ritual meramente protocolario.
Todo se democratiza y ya casi nadie se arrodilla ante nadie, ni siquiera ante un Dios en el que muchos apenas creen. Los templos ya casi son museos de otra época, locales de un culto ficticio usados como un decorado para bautizos, bodas, comuniones y funerales.
Ante esta ceremonia ritual de sacralización del altar de Notre Dame, muchos asistieron a lo contrario, es decir, una desacralización de lo divino. Confío que bajo esta capa de superficialidad quede al menos el deseo íntimo de que Dios habite en nuestro propio templo, y los creyentes no sean un simple objeto religioso propio de un museo etnográfico.
Yo me pregunto si algunas de las monstruosas gárgolas de los tejados de la catedral de Notre Dame no aprovecharían estos días para mofarse y reírse en clara señal de venganza.