Leo en Biografía del silencio, un libro de Pablo d’Ors (Madrid, 1963): «Silencio y quietud. Prestar atención... Como arte de la espera que es, la meditación suele ser aburrida». Y entonces hablo por lo bajo solo para decir: nosotros, viejos compañeros, no éramos gente de meditación. No éramos silenciosos, ni sabíamos lo que era la quietud. Y tampoco pararse, sentarse y permanecer recogidos. Nosotros éramos más bien de estar casi siempre en movimiento, ocupados haciendo algo: corriendo, inventando alguna excursión, gateando a los árboles, asaltando alguna huerta... Tampoco prestábamos mucha atención, ni siquiera en la escuela, a pesar de lo que nos podía caer. E incluso es posible que no practicásemos un cuidado exquisito de las cosas y animales que nos rodeaban.
Y, sin embargo, ahora de viejo, cuando me recojo y me siento solo y en silencio en una relativa quietud, sí presto atención a mi consciencia (como si volviese los ojos hacia dentro y mirase hacia mi interior). Entonces me asombro, porque estando en dicha posición soy quien de recobrar mi niñez al menos durante un corto espacio de tiempo. Y cuando esto ocurre me doy cuenta de que cuando éramos rapaces estábamos muy alejados de lo que ahora entendemos por meditación. Y en cambio, sí que habíamos vivido situaciones o estados de contemplación. No es que ahora, en el tiempo que me resta, me vaya a dedicar a la meditación, que también podría ser, pues como arte, al parecer, no es muy difícil, pero lo realmente difícil es querer meditar en serio.
Mis queridos colegas, casi todos sabemos por experiencia que es eso que llamamos «transformaciones silenciosas», esos pequeños acontecimientos que se van registrando dentro de nosotros sin apenas notarlo: aficiones, adicciones, sentimientos, emociones que van cobrando coloraciones diferentes según transcurren los días, los años, las estaciones... Esas sensaciones en las que unas veces sentimos que nos estamos muriendo y en otras nos sentimos renacer. Mucho más allá de una meta fijada de antemano, un objetivo marcado, la vida es sobre todo exploración. Según la teoría oriental, el camino es la meta. Dicho de otro modo: vivir es prepararse para la vida. O también: la vida es un viaje espléndido, pero para afrontarlo es necesario esquivar el peligro del miedo. Y es en este aspecto donde cobra importancia lo que decíamos al principio: pararse, callar, escuchar, mirar.
En algún pasaje de Biografía del silencio, Pablo d’Ors escribe: «La meditación se ha inventado para erradicar el miedo». Al menos para curarlo y aceptarlo: «Para ponerle los cotos precisos para que no derive en pánico». El autor madrileño afirma que meditar es «al fin y al cabo, asistir a este fascinante proceso de muerte y renacimiento» que se va produciendo en nosotros mientras andamos por el camino de la vida, en el cual se puede descubrir que es bueno mirar a los ojos a los moribundos, atender al prójimo, leer cuentos, escuchar música o demorarse en los versos de Rosalía de Castro, tal como hace Mallou (Sabela y Benjamín) con esa maravillosa canción que es Bos amores.
Una melodía como esa nos convoca a desengancharnos de nuestro ego, que siempre se interpone entre nosotros y la realidad. Tan desmedido narcisismo es el que nos conduce a pensar que el problema está siempre fuera: la culpa es de nuestro jefe, de mi pareja, de la situación económica... Atribuimos nuestra falta de fe a la mediocridad de nuestros representantes, el fracaso de nuestro matrimonio a una tercera persona que se cruzó en el camino. Somos, en realidad, verdaderos especialistas en culpar a los demás de nuestros males. Pues bien, la meditación es el arte que vuelve ese dedo acusador contra nosotros, pero eso, francamente, resulta muy perturbador reconocerlo y además, para meditar, deberíamos echar mano de algo que escasea entre nosotros (la mayoría de los seres humanos que habitamos el mundo occidental): la humildad.