Ruinas de una mañana luminosa

BOIRO

Ana Garcia

15 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Tormenta. Así te llamaban tus colegas de correrías infantiles. Sobre todo en los días en que andabas nervioso o inquieto. Y cuando te divisaban a lo lejos ya murmuraban: «Aí vén Tormenta, e detrás chegará Borrasca, a súa sombra». Borrasca era el inseparable compañero que te acompañaba cuando trepabais los cerezos de los huertos vecinos. Más tarde formasteis un trío al trabar amistad con Bocanejra. Era este un poco más joven que vosotros, pero quizá por ese mismo motivo también algo más atrevido, pues no parecía tener miedo a nadie. Su apodo obedecía a que tal vez pocos había en la zona que blasfemasen tanto y con tanta facilidad y fluidez como él. A nosotros nos caía bien, porque, además de ser familiar de Borrasca, sentíamos compasión de él, porque andaba muy solo.

Habíais nacido en una pequeña villa del nordeste del país, un lugar donde nunca parecía que algo destacable pudiese suceder. No erais de carácter depresivo. Erais rapaces de acción, activos, alegres y optimistas. Y, sin embargo, había días en que despertabas atravesado por una corriente nerviosa que amenazaba con arruinarte el día o cuando menos la mañana. Recordabas en aquel instante que habías salido de un sueño convulso surcado por un rayo que iluminaba un oscuro escenario marítimo poblado de barcos hundidos y cadáveres de gente conocida y amada. En el escenario de esa travesía marítima solo había un superviviente: tu mismo, aturdido y sudoroso sobre la cama. En medio de una embrujada noche escuchaste el lúgubre tañido de una campana y el triste ouveo de un flaco perro.

En aquellos lejanos tiempos, cuando esto ocurría, uno sabía que lo más probable era que iba a tener un mal día. Mas a esta ya alta edad, tantos años después de aquellos sucesos, ahora se me jode el día con cuestiones tan triviales, que estimo propias de la edad, como un intenso zumbido en el oído derecho, un inesperado y reticente picor en la piel, un tirón en el tendón de Aquiles, una carraspera matutina... Os pregunto, viejos amigos: ¿Os pasa algo semejante? Os cuento. A veces salgo de casa por la mañana y ya en la acera tropiezo con algo que no he visto y me caigo. Me duele el dedo gordo del pie derecho. Me enderezo y me arranco a andar, pero cojeando. Unos cien metros más adelante viene de frente el cretino de turno que te da por el saco con un montón de preguntas absurdas y es tan persistente que incluso llegas a considerar que se trata de una criatura mezquina.

Y entonces te dices: «Ahora sí que me han jodido la mañana, esta mañana llena de luz que se presentaba maravillosa». Pero no. Aún faltaba algo más para completar una jornada aciaga. Te sientas en una terraza y pides una cañita. Un rato más tarde llegaron dos mujeres y un hombre y se colocaron en la mesa de al lado. Y pronto empezaron a despotricar como en las admiradas redes sociales. Y dice él: «Con todo lo que hemos pasado, la gente sigue igual que siempre... Ahora ya he dejado de creer en la humanidad», exclama. Y se te ocurre pensar en silencio: «¿Quién habrá mandado a este cretino creer en dioses con los pies de barro?». Y a continuación añades: «Además, qué coño me importa a mí lo que crean o no cretinos de este calibre». Luego recuerdas que siempre ha habido, hay y habrá quejicas por todo el planeta. Pero al mismo tiempo te dices: «Bueno. Es verdad que el mundo está plagado de llorones, pero al mismo tiempo te alegras de que sea a la vez una cañeira y un jardín de las delicias como el maravilloso cuadro de El Bosco.

Además, tras una pausa, piensas que a estos pesados que enturbian la calma de la mañana habría que recomendarles que aprendan a escuchar en silencio el ruido de la calle. Al fin y al cabo, no disponemos de tantos telediarios por delante como para desperdiciar la hermosura de los días oyendo tantas majaderías en tan corto período de tiempo.