Estás en una cama. Se oyen murmullos de hojas de árboles en la orilla de un río. También el inagotable gorjeo de pájaros menudos despidiendo la luz del día. Después llega zumbando el traqueteo de varios trenes comerciales atravesando la oscuridad. Al mismo tiempo, una bandada de aves rojas cruza la noche emitiendo agudos gemidos. Aterrizan en medio de un bosque espectral, como si una lluvia ácida hubiera desplumado los troncos y las ramas, que salen de pantanos extendidos por entre la masa arbolada. Es un territorio indómito y sofocante. Lodazales y arenas movedizas por las zonas más interiores. Solo extraños hombres y mujeres con pequeñas criaturas colgadas a sus espaldas se internan por estas tierras hediondas, pisando por senderos que solo ellas perciben sin luz, como ciegos en Gaza. Nadie sabe adónde se dirigen.
Desde ese espacio inquietante y tenebroso surge después una música de ritmo galopante y chirriante, sobre un fondo de tórridos saxofones. Y mientras suenan a lo lejos algunas trompetas, otras imágenes desfilan por delante de tus retinas: antiguas mansiones coloniales rodeadas de campos de algodón. Suenan bajos eléctricos, bajos como voces roncas, cavernosas. Gentes de color con las bocas llenas de dientes podridos o sin ellos caminando por entre escombros. Hombres con los pechos al descubierto sobre una gamela medio desvencijada buscan en aguas limosas caimanes, bestias medio ennegrecidas cuya piel sirve para hacer botas camperas, que lucen los fines de semana bailando en los tugurios de los arrabales, donde viejos bluesmen arrancan lamentos ancestrales de guitarras quemadas por el sol, la salitre y la humedad.
Entre tanta escoria: la abundante escoria racista. Niñas y niños sucios amontonados en las carreteras y callejuelas polvorientas. Pieles de animales salvajes disecadas colgadas a las puertas de las tiendas. Indios durmiendo las borracheras sobre las aceras de tablones astillados. Alargados coches descapotables y furgonetas rancheras oxidadas con viejas, viejos y niños en la parte trasera. Raídos pantalones vaqueros, camisetas grasientas, gorras descoloridas. Y rifles, muchas armas. Chatarra amontonada. Alambiques llenos de moho en graneros devastados por los huracanes. Muchas banderas confederadas. Tradicionales y elegantes damas. Damas del sur con su inconfundible aura colonial, como las mansiones que habitan. También pululan por las calles gordos y sudorosos vendedores de biblias, libros donde atruena la voz de un Dios apocalíptico, rencoroso, vengativo. Allí no se escucha al Dios de la gracia, el amor, la fraternidad.
De repente, suena un teléfono y despiertas alucinado. Te habías dormido en el sillón y soñabas, soñabas con un mundo extraño, mientras sonaba un saxo solitario. Y te percatas de que quedaste dormido escuchando Wine dark sea, el memorable disco de una de una mujer del sur: Jolie Holland, que viene a ser un recorrido por esos tórridos y sofocantes parajes, a los que adorna con ribetes de la electrónica experimental del norte, de la Gran Manzana, y con su arrastrado e inconfundible parafraseo. Y también te encuentras con que entre las rodillas tienes La balada del café triste, un libro que contiene una magistral colección de relatos del sur, de ese vasto territorio que baja desde el Atlántico hasta México, el hermano bastardo de los USA, obra de otra sureña: Carson McCullers, una mujer que retrataba como pocos han hecho las gentes que pueblan aquellas decadentes y sudorosas tierras.
Recuerdas que a esta escritora llegaste a través de la versión cinematográfica que el director John Huston había realizado de una de sus obras: Reflejos en un ojo dorado, que protagonizaron Marlon Brandon y Elizabeth Taylor, y es una maravillosa película que arranca con esta inquietante frase: «Hay una fortaleza allá en el sur, donde hace unos años se cometió un crimen…».