Hemos olvidado al bañista pandémico, aquel que no entendía las ordenanzas para evitar aglomeraciones y se negaba a ocupar solo unos metros de playa, alegando que no estaban claros los conceptos de bañista, playa o metro cuadrado. Muchos no eran bañistas, ya que no se bañaban, aunque todos decían serlo cuando el socorrista les avisaba de que no podían pasear por la orilla sin mascarilla. Playa era un concepto genérico, que tanto incluía una playa urbana de acceso controlado, mediante arcos con sensores, cámaras, semáforos o drones, y un arenal parcelado mediante cuadrículas delimitadas por cintas de colores (Riazor, Samil, Silgar), como una playa salvaje, donde las distancias interpersonales eran infinitas y los vientos lo hiperventilaban todo (Traba, Rostro, Carnota).
No era lo mismo fumar en una hamaca a dos metros de otro en una playa urbana, un día de calor sofocante y calma chicha, que hacerlo a distancia de alguien en una playa recóndita un día de nordés racheado. No era lo mismo cerrar una playa urbana por la noche para evitar el botellón, como proponía la Xunta y descartaban las alcaldías, que cerrar una playa remota, de esas donde antaño podíamos hacer fogatas. No era lo mismo a efectos de contagios; por más que fuese lo mismo a efectos de sanciones.
En la playa, unos se comportaban como propietarios y otros como okupas, con supuestos derechos adquiridos. Para calcular el aforo máximo, los técnicos municipales ojeaban el BOE y atribuían a cada bañista un máximo de cuatro metros cuadrados, tras restar de la superficie útil del arenal una franja de al menos seis metros a partir del punto álgido de la pleamar. El bañista no hacía números, se traía de casa varias toallas pareo de dos por dos, con diseños hindúes o hawaianos, que extendía sobre el arenal para ocupar espacio, no para garantizar distancia social. Prevalecía el principio capitalista de competencia sobre el principio cívico de convivencia. Algo queda de aquel bañista pandémico.