
MAXIMALIA | O |
12 jun 2004 . Actualizado a las 07:00 h.BUONA SERA señor Arlequín. Acabo de ver a su señora Colombina encaminarse hacia lo más frondoso del bosque de la abadía en compañía del señor Pierrot. ¿Qué le parece? Le diré mi parecer, señor Polichinela -respondía Arlequín haciendo un guiño al público-, introduzca a mi señora Colombina en el mágico mundo de la flauta del señor Pierrot y, si llegare a ser alumna aventajada, envejeceré feliz en su compañía tocándome la flauta en estos maravillosos atardeceres venecianos». La gente reía hasta el espasmo cómplice con la respuesta de Arlequín. Los títeres, los ingeniosos y necesitados cómicos, alegraban en esta plaza las tardes de verano con la luz occidua y su voz cultivada en la Comedia dell'Arte , sin necesidad de columnas de sonido ni andamiajes abarrotados de focos. Sólo un estrafalario maquillaje que, como las olas del mar, se movía sobre sus caras acompañando el gesto y la palabra, era suficiente para mantener al público en atención continua siguiendo boquiabierto las tórridas aventuras de aquellos granujas que caminaban siempre al borde de los siete pescados capitales sin que la censura franquista reparase en ello. Era un milagro. Como milagro era la abundancia de cereal, semilla y hoja verde. Leche y huevos por docenas. Galletas de manteca y ristras de ajo que al mercado de los jueves y domingos traían para su venta las mujeres de Albariza, Róo, Lesende o Portobravo, tocadas con sus pañuelos de negro sedán anunciadores de un luto continuo en las casas en las que, como la vid, la muerte hacía su añada llevándose racimos de vidas. Un hijo, un esposo, un padre o un hermano.Pero la tierra seguía viva y pariendo sus frutos, así que las mujeres salían de amanecida de sus casas y, al amparo de los muros franciscanos, ofertaban al regateo inacabable la vida real, la tierra viva contenida en maravillosos cestones entretejidos con mimbre y varillas de sauce. Y otro milagro. Una vez al año, en Viernes Santo, y hasta el día de hoy, llega el nazareno con su cruz a cuestas, su romano y su cirineo, a hombros de los pecadores, a esta plaza de las Angustias. Viene malherido de cuerpo y alma a pedir refugio a la puerta franciscana, pero, ¡maldita sea!, todos los años se cierra de golpe ante su patética figura. «Danlle coa porta na cara», dice el pueblo. No se podría expresar mejor. Así que los porteadores vuelven sobre sus pasos y se llevan de allí a aquel reo incomprendido camino de un calvario eterno. Claro que es un milagro, ya que durante el año sigue perdonando a los ciudadanos que aún habiéndole negado auxilio, le encienden una velita y le solicitan su favor en las menudencias terrenales. Paco Varela, ribeirán afincado en Noia, nos transporta con su lápiz mágico a aquel tiempo acabado en el que a Dios le era más fácil perdonar las ofensas, pues aún el género humano era aprovechable. Se ve el pilón, la fuente que abastecía las casa y los radiadores del Castromil y del Ferrolano. Y también ahí, una escalera. Quizás el señor Manuel ande por la copa del árbol comenzando la poda, o tal vez esa escalera ha estado y está siempre allí. Tal vez sea el camino del cosmos y conduzca a la fusión de todas las cosas, de todas las luces, de todas las palabras.