Un viaje para salirse del sistema

CARBALLO

Crónica | La vuelta al mundo de Alain Bezard Partió de París en bicicleta en 1978, en un recorrido que todavía continúa y que ha encaminado sus pasos hacia Corcubión, donde lleva ya varias semanas

02 sep 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

Cuando Alain Bezard lió el petate allá por 1978 cuando la movida hippie sacudía todavía Europa. Largas melenas y un amor infinito por la libertad estaban detrás de un espíritu que se fue aparcando con el paso de los años. Son pocos los que lo mantienen con vida contra viento y marea. Bezard es uno de ellos. Aquel día de 1978 no sabía cuánto tiempo pasaría fuera de su ciudad. Su objetivo no era hacer kilómetros, sino demostrar que había vida más allá del sistema capitalista que centraba y centra los designios de occidente. Por eso en su maleta sólo lleva algo de ropa y un mapa del mundo. Él lo denomina un plano «de mi casa». Sin dinero y sin prisas fue rodando hasta que se cansó de la bici y siguió a pie y haciendo dedo. Los kilómetros no los cuenta, pero las líneas negras marcadas en el mapa del mundo y que lo cruzan de lado a lado, hacen pensar en decenas de miles. «El planeta -cuenta- no es sólo para los ricos, también es para nosotros, sólo hay que querer conocerlo, no hace falta nada más». Cuenta que durante el fin de año del 2000 muchos millonarios se subieron al Concorde para disfrutar de la fiesta dos veces, pero que eso a él le salió gratis, porque se lo pasó en el estrecho de Bering, donde los usos horarios hacen que dando un paso se atrase el reloj 24 horas. Lo prueba enseñando una foto en la que se lo ve vestido con un grueso abrigo y con un fusil en la mano: «Me lo dieron los esquimales para defenderme de los osos blancos», explica. Alain Bezard lo lleva con mucha calma. A él lo que le gusta no es andar por andar, sino vivir los lugares y conocer a la gente. Así se pasó cuatro años en Laponia y otros seis en China. Bajar desde México hasta Valparaíso, en Chile, le llevó dos más: «Para conocer el mundo me harían falta otras dos vidas», reconoce a sus 48 años. De África le queda una buena parte por recorrer, y también de Norteamérica. En la antigua Unión Soviética no le dejaron pasar por problemas de pasaporte, y tampoco en Estados Unidos: «Me decían -cuenta- que si no llevaba dinero no podía entrar. Les expliqué el motivo de mi viaje, pero no me hicieron ni caso». Así que se saltó Estados Unidos, país al que no le guarda mucho cariño: «Si no fuera por ellos el mundo estaría más tranquilo -dice-, allá donde van siempre generan odios y problemas». A la hora de elegir continente lo tiene claro: el peor es Europa, con una población materialista, miedosa y entregada al dinero, y el mejor Asia, donde la gente tiene unos valores más humanos. Recuerda con especial cariño China, donde tuvo un hijo, la India, Mongolia y Pakistán. Si tuviera que elegir un lugar en el mundo también lo tendría claro: Peshawar, en Pakistán. «Allí -relata- si les das tu confianza, ellos te dan la suya y te acogen como a un hermano, igual que los muyaidines. Claro que si la traicionas es fácil que te maten». Él no comparte el miedo de los europeos a otras culturas. Viaja sin nada y dice que no tuvo problemas más que en Irán, donde la revolución y el sentimiento antiamericano le hicieron sudar bastante y temer por su vida. Allá por donde pasa trabaja en lo que puede: en la construcción, como decorador de techos en un palacio, como cocinero, como lo que sea. Y así para ir viviendo. Se le ve que es feliz. Trabajo en Corcubión Estos días paró en Corcubión, donde trabajó como cocinero en el hotel Las Hortensias. Para su dueño sólo tiene palabras de elogio. Con todo, no se queda mucho tiempo. Ahora le toca un poco de Europa. Así para ir haciendo boca recorrerá Rumanía y Hungría. De su Francia natal no quiere ni oír hablar. A Corcubión llegó atraído por el Prestige , que todo lo puede, y ahora se va a seguir conociendo ese mundo que actúa sobre su vida como un imán global. No habla muchos idiomas pero chapurrea bastantes, dice que con las manos y la mirada todo el mundo se entiende. La suya, cuando recuerda los paisajes chinos y la vida en Peshawar, se ilumina de un modo especial, y aunque no lo diga, Alain Bezard volverá a Asia. Eso sí, con los bolsillos vacíos. Su maleta ocupa menos que la bolsa de la playa de cualquier familia. Teniendo el mundo, dice, no necesita más cosas.